miércoles, 22 de octubre de 2008

III

Nos habíamos ensuciado lo suficiente durante tres noches. Pero yo también me había limpiado: me había despojado de casi todo y se lo había contado. En realidad, no se si se lo conté realmente o si es que imaginé contárselo tantas veces que me lo creo. Pero él entendía, seguro que entendía. Yo no era una que había sido, y eso parecía estar claro.
Su agudo intelecto virginiano lo habría captado. Y eso me agradaba más que cualquier aclaración superficial. Es difícil dar con un sujeto que, además de hacerlo casi todo divinamente, tenga el cerebro decorado con muebles minimalistas de líneas puras y refinadas, brillantes objetos cromados y un suelo ajedrezado de cerámica italiana en blanco y negro. Así me imaginaba el interior de la cabeza de Antón, y estoy segura de que no me equivocaba. El chico era un virgo casi modélico y por eso me gustaba.
Mi cambiante yo geminiano me había llevado a experimentar con casi todo el espectro zodiacal. Me había sumergido hasta el ahogo en el mundo azul de varios cardúmenes soñadores; había luchado en varios encierros taurinos; le había enseñado a dos o tres cangrejos a caminar hacia delante y me había dejado equilibrar, a veces. Pero nunca me había topado con la perfección de la sinapsis virginal entre mis piernas. Y puede que ahí esté el quid de la cuestión. Llevaba 27 años siendo hija de un padre virgo que siempre cuestiona el elemento aire de mi persona, y eso me había dado una comprensión general de este signo solar. Pero después de haber pasado un par de noches con un exponente virginiano mi entendimiento era absoluto.
Había algo respecto a Antón y es posible, entonces, que la culpa fuera de Mercurio. No me siento mal culpando a un planeta tan pequeño. De hecho es un planeta temible y perverso. Quizás sea por tener que padecer más de cerca las radiaciones solares que otros planetas más benévolos, pero eso no lo salva de que haya tenido tanta manía conmigo. Regente del curioso géminis y del analítico virgo, Mercurio representa la percepción intelectual de la realidad y la interacción del sujeto con el mundo a través del conocimiento. Capacidad de análisis y espíritu crítico ante los acontecimientos. Virgo y géminis son similares en agilidad mental y rapidez, y capaces de ganar convincentemente todas las discusiones. Cualquier manual esotérico lo corrobora. Yo llevaba más de una década buscando el triunfo argumentativo sobre mi padre, y últimamente lo estaba consiguiendo. Será por eso que puedo hablar con conocimiento de causa de una exasperante tendencia critico-analítica y una escrupulosa discriminación, aunque con el tiempo he comprendido que los mercurianos no estamos hechos para soportar el mismo tipo de análisis crítico que aplicamos a los demás. Y eso no por no ver las debilidades propias, si no por verlas con demasiada riqueza de detalles.
En fin, Antón y yo estábamos regidos por el inquieto Mercurio. Todavía no habíamos discutido, pero nos habíamos enredado en una cama. Estaba claro que los dos éramos de esos que andan siempre buscando la respuesta, pero mi elemento aire me llevaba siempre volando al mundo de las abstracciones y su elemento tierra dejaba al chico siempre en el terreno de lo práctico. Yo, una Maga atravesando ideas como si fueran puentes. El, un Auguste Dupin tratando de llegar al meollo de la cuestión. Yo, una fumadora, de las que tapan las quemaduras de cigarrillos con los almohadones y esconden la ropa desordenada debajo de la cama. El, un detallista nato. Seguro lo habría notado. Pero lo mismo que me tranquiliza como hija también me tranquiliza como amante, y es que sé, secretamente, que el ojo crítico con que me mira es el mismo con el que se mira a si mismo. Y eso a mí me vale.
Antón era como mi padre, sí, y con todo lo que eso implica para la escuela del psicoanálisis. Solo que Antón escuchaba una depurada música electrónica, mientras mi viejo se encerraba a escuchar a los Beatles durante su pubertad y hoy es un aficionado escucha a puertas abierta de El gusto es Nuestro. (El gusto es suyo). En este punto, no es muy difícil adivinar que la cosa también era mental, señores, y la culpa era de Mercurio. Doblemente culpable. Porque puedo adivinar la posición del temible planeta enano en dirección a mi ventana. Enrojeciendo con su calor los tejados. Enrojeciendo la habitación. ¿O era mi lámpara saunesca de 1,99 del IKEA? No, definitivamente era Mercurio. El muy cabrón había calculado esa noche las coordenadas de mi ventana y había puesto la totalidad de su poca gravedad sobre mi cama. Aunque no creo que haya sido capaz de producir semejante tsunami energético él solito. Vaya a saber que cómplices había tenido. Me aventuro a pensar que fueron dos. El segundo y el cuarto planeta. Metáforas aparte, Marte y Venus también andaban por ahí dando vueltas y apuntando a mi ventana la noche que cumplí 27. No echemos las culpas a astros más lejanos.
Pero antes del poltergeist yo era consciente ya de su condición astrológica. Facebook me había contado que el chico había nacido faltando catorce días para el otoño boreal. Y siempre que lo veía o nos abordábamos en algún conversación histérica vía chat en medio del tedio laboral yo podía corroborar el dato. El chico era un virgo de manual. La sutileza e inteligencia de su humor, tan dignas de un británico, se estaban volviendo adictivas y sus sugestivas observaciones al margen se estaban volviendo centrales. (Será que nunca puedo evitar no detenerme en una nota al pie. Y soy de las que las ponen. También). ¡Ay, ese especial encanto mercuriano tan difícil de resistir! Sofista nato, podía andar y desandar una conversación caminando sobre las más agudas de las ironías. Antón no se ponía nunca en evidencia y era un maestro en el arte de la seducción sutil, amo y señor de un excitante y a la vez tranquilo modo de flirtear. La regla: un estimulante interés distante. Un dandy con refinado talento de actor. Así era mi Antón, solo que con jeans y sin Martini.
Y aquí tengo que decir que solamente hay tres cosas que pueden hacerme perder la cabeza por un hombre, si y solo sí, se presentan todas juntas y son secundadas por un polvo fantástico. Claro está. Y es que exijo una serie de requisitos antes de que un fulano se meta en mi cama. Se trata de una triple asociación no tan simple de encontrar en los tiempos que corren: la primera relación es entre inteligencia e ironía, la segunda entre ironía y sentido del humor, que no es lo mismo que contar bien un chiste. Digamos que se trata de una relación transitiva, para ponerlo en términos matemáticos. Y debo admitir que el chico completaba los requisitos con creces.
Había algo respecto a Antón. Un algo que se metió dentro de mi una noche de verano y desde entonces, creo haberlo descifrado. Un polvo de los buenos -combinación planetaria adecuada de por medio- puede otorgarnos el don de la comprensión. Después de todo, el orgasmo es la única manifestación física de la inmortalidad. Es el sentirse vivo contra todo al tiempo que no se opone ninguna objeción si hay que dejarse morir. Segundos en los que no importa nada, y es realmente entonces cuando se llega a entender todo. En mi caso, tengo la suerte de que esos segundos son siempre largos, intensos y recurrentes. Intensos. ¡Y el chico me había regalado tantos instantes de fogosa inmortalidad comprensiva!
Era nuestra primera noche juntos y nos habíamos conectado exitosamente en una cama. Habíamos encajado en todas las posiciones. Nos habíamos escrutado mutuamente hasta límites insospechados. Me gustaba su sexo, a él el mío. Se la había chupado de maravilla. El no tanto. Yo dije “genial”, el dijo “muy rico”. Yo me reí, me gustó su respuesta. No esperaba verlo reaccionar con extáticas manifestaciones de entrega. Esa forma de comunicación folletinezca y edulcorada deja frío a un chico virgo. Y aburre terriblemente a una mujer géminis -que no cunda el pánico-. Su adorable intervención venía entonces a confirmarme la culpabilidad de Mercurio. Estaba ante un sujeto que vivía casi completamente en un nivel material y práctico, y que en apariencia daba poco crédito a las abstracciones. Sin embargo, ahora tenía ante mí un importante problema teórico. Sabía de antemano que tendría que hacer un gran esfuerzo para llevarle hasta algún lugar que se aproxime al umbral de una relación hombre-mujer. Yo solo quería quedarme en el felpudo, pero de todos modos tendría que esforzarme...
Otra noche. Otros polvos. Las sábanas rojas estaban ya ennegrecidas de rimel y humedecidas por sustancias varias. El tomaba cerveza. A mi no se me hubiera ocurrido abandonar el ron. Nos examinábamos. Nos auscultábamos. A veces nos alejábamos. Nos metíamos en conversaciones y las abandonábamos para masajearnos la lengua un rato. Luego abrió la boca y me soltó unas reglas. ¡Vaya exponente más evolucionado que me había tocado! Ahí estaba la gran palabra virginal matándose de risa en mi cama. Lo reglado metiéndose en los pliegues ondulados de mi sábanas sin planchar. No solo había maquillaje, sudor y esperma. Ahora había reglas. ¡Con lo mal que interpreto yo los reglamentos! El chico se había auto-impuesto una serie de pautas que, en resumidas cuentas, se reducían a follar todo lo que más pueda sin compromiso alguno. Ya había tenido su dosis de amor monogámico y atravesaba con aparente éxito la fase post-ruptura, más conocida como “el amor es una mierda”. Su estatuto no me pareció tan malo. Estadísticamente hablando, sus reglas me beneficiaban. Yo había pasado por casi todos los pre, los post y los mientras tanto, y también quería follar todo lo que más pueda. Solo que todavía no tenía bien claro qué clase de mierda era el amor. Y había perdido toda prisa por averiguarlo.
Quizás no sea el mejor ejemplo. Quizás -y no tengo ninguna duda- el chico solo buscaba el modo de evitar con esa declaración el tener que contestar un mensaje dulzón a la semana siguiente. (No soy de esas, Antón). Solo vengo a resaltar el uso de la palabra "regla". Incluso otras frases salidas de su boca ya me lo habían confirmado. Y es que un hombre virgo acepta pautas disciplinarias en varios aspectos de su vida, aunque, en la mayoría de los casos, no sabe explicar el por qué de tal sometimiento. ¡Las veces que se lo habrá preguntado mi madre! Les parece natural aceptar el destino sin rebelarse. Y si los dioses deciden que son tiempos de sexo violento y desapegado para mi virginiano, el estará dispuesto a aceptarlo sin demasiados traumas emocionales. La autodisciplina es parte de la naturaleza de este signo solar. Yo ya la había padecido con mi padre y ahora la estaba padeciendo de nuevo. ¡Vaya sorpresa! Un par de meses después, Mercurio había metido la nariz y lo que antes era infracción volvía a ser regla: aparentemente Antón había sido recapturado por las garras siempre desafiladas de la monogamia. (Capítulo aparte). Lo importante es que era un chico fiel a sus auto-proclamados principios y estaba claro que tendría que armarme de paciencia. No porque no acepte sus reglas, sino porque soy, en esencia, una anárquica de mierda.
Todavía no se si Antón es de los virginianos que leen el prospecto de las medicinas antes de tomarlas, son hipocondríacos, usan siempre la misma marca de aftershave o aprietan desde abajo el tubo de pasta dental. Creo que es de los que, como mi viejo, tienen preocupaciones interiores tan grandes que los convierten en adorables seres desaliñados y desordenados que casi siempre visten de oscuro. Y la tranquila expresión de mi chico solo venía a esconder sus más rebuscadas inquietudes. También sé que, como todo virginiano, tiene hábitos y que, si no los cumple, no duerme tranquilo. En mi casa digamos que durmió poco, pero como un niño. Sin embargo, ahora me pregunto si es que habré pecado de autoritaria cuando la primera mañana que nos despertamos juntos, y mientas miraba como me vestía, me preguntó con algún dejo de desconcierto si es que no íbamos a desayunar. ¿Acaso es el desayuno uno de sus hábitos? Por esos días, yo desayunaba en el bar de al lado de la oficina, y atentando contra mi presupuesto diario, solo por el hecho de remolonear 15 minutos más y de tener luego una excusa para escabullirme un rato. Esa mañana se me había hecho tarde y, como de costumbre, no encontraba las llaves. Así que le metí prisa y nos despedimos con un poco de vergüenza en la esquina. Espero no haber sido cruel. Ahora, que ya no desayuno rodeada de aburridos hombres con traje ni programo la opción repetir en la alarma del despertador, me gustaría que tomásemos un café desnudos en mi ventana y, si hace algún frío, que volvamos a la cama. Esta vez sin reglas y con pijamas.

Las cosas como son. Me había desnudado ante un hombre excepcionalmente complejo y eso me fascinaba. ¿Un padre virginiano del tercer decanato dispuesto a perpetuarse? ¿Una compenetración cósmica de la ostia? Voy a decantarme por la segunda opción antes que asumir públicamente un complejo de Electra y darle la razón a Carl Jung. Me inclino por las explicaciones basadas en la observación de la posición y el movimiento de los astros. No se trata de una posición científica, claro está. Pero, después de todo, el mismísimo Popper tomó al psicoanálisis como ejemplo de pseudociencia y eso confiere a mi elección una dosis de autoridad. Y no la pienso desperdiciar.


(Aunque solo me valga para cagarme con más ganas en Mercurio y en mi puta tendencia crítico-analítica, que siempre me lleva a conclusiones insospechadas.
Definitivamente, el chico me gustaba).

sábado, 11 de octubre de 2008

II

- Bueno, avísame por sí o por no, así, si es que no, hago planes.
- Vale, yo te llamo.

Encendí un cigarro. Había telefoneado a Antón, y me había cogido el teléfono. Después de todo mi pánico escénico frente a su álgido nombre en la pantalla de mi móvil. Después de todas las cavilaciones sobre el teorema de la causa y el efecto. Después de la duda tan poco virtuosa. Después de dos meses y medio.
Ha sido cruel. El chico no, en absoluto. La crueldad es de los preludios, de las esperas, de la suma de los números que marcan la hora del llamado. La crueldad es autoinfringida, pero no por ello menos mediada por causas externas. En este sentido, sostengo –y actualizo permanentemente- una hipótesis al respecto, que bien podría subsumirse en la lógica cultural de la globalización, como bien lo es el posmodernismo. Sin embargo, no voy a ponerme a hablar aquí de algo que tanto debate da a los filósofos, porque no es la intención.
(Que se apañen solos).
El problema está en las nuevas formas de comunicación o, mejor dicho, entre los canales que median entre emisor y receptor –aunque algunos emisores y receptores en particular suelan presentar algunos problemas específicos del género. Podríamos caracterizar a esta humilde teoría de un modo alegórico, y decir que se trata de “el amor en los tiempos del facebook”. Haré aquí algunas precisiones al respecto: el uso del concepto amor bien puede entenderse como piedra angular de la metáfora, y no como un deseo íntimo -y no poco desdeñable- de la que escribe. En los tiempos del facebook, la gente no se muere de cólera ni se escribe cartas ni va a buscar a su casa a quien quiere encontrar. En estos tiempos de tanta cólera venérea la gente se muere de ignorancia.
(Y la ignorancia mata al hombre, pero devora a la mujer).
Todas las relaciones están allí, en esa especie de panóptico social en que nos hemos metido, señoras y señores. Hablo aquí de ese tipo de relaciones en extinción que son las relaciones personales, y también de ese subtipo relacional que se estructura alrededor de fines exclusivamente sexuales. El sujeto-objeto se revela entonces omnipresente y aparentemente abordable de diversos y accesibles modos. (A fin de evitar herir susceptibilidades, diré que denomino así a la persona con la cual se quieren canalizar uno –o varios- impulsos sexuales). Y aquí viene una hipótesis subsidiaria: los hombres del nuevo siglo llevan, con estos avances tecnológicos, una considerable ventaja por sobre nosotras, muchachas. No es que lo diga yo. Estas preocupaciones me han llevado a constatar las sospechas mediante un trabajo de campo exhaustivo. En este sentido, son muchas las individuas cuyos datos obtenidos en la barra de algún bar revelan la pertinencia de estos postulados.
Tienes su número de móvil en tu tarjeta SIM y él tiene tu número en la suya. Pero es que últimamente las tarjetas SIM suelen funcionar dentro de unos aparatos tan perversos que dan miedo. Te dejan saber siempre quién te llama y, por lo tanto, corres con la ventaja de decidir a quién regalar un hola de lo más simpático y a quién no. Pero cuando la que llama es una, vaya aparato más hijo de puta: ¡es capaz de revelar tu identidad! Eso, suponiendo que una es de esas chicas que van al frente y que nunca llaman con identidad oculta. A partir de aquí, el abanico de opciones se reduce a: a) al chico le apetece un revolcón ese día -o en alguna fecha próxima- y entonces después del tono oyes un inexpresivo “dime”; o, b) el chico planea jugar al baloncesto, currar hasta medianoche o no verte nunca más en su vida. En cualquiera de los tres casos, su móvil sonará hasta que salte la casilla de mensajes. Podríamos aquí pensar que la persona que ejecuta la llamada deja un mensaje en el contestador y especular, entonces, con las consecuencias que dicho recado ocasionaría. Sin embargo, optamos por el camino más corto y colgamos. Seguro que nos devolverá la llamada y, en caso contrario, no hay duda de que habrá otra forma de contactar con el chico en el vasto mundo de las redes comunicativas.
Transcurridos centenares de minutos, o incluso días, y sin haber recibido el debido y necesario acuse de recibo de aquella nefasta llamada (el tiempo dependerá del grado de ansiedad de la mujer en cuestión), te decides a enviar un mensaje de texto. Después de todo, ¿qué puede tener de malo intentar contactar, no? Tras tal trascendente decisión, una -si está sobria-, se lo piensa seriamente, y entonces mide las palabras y las consecuencias que podrían acarrear dichas palabras. Abreviadas, así se dice más. Pero la situación deviene compleja si una ya va pasada, y entonces no mide nada. Y debo admitir que yo pierdo más a menudo el centímetro que cualquier costurera distraída.
(La culpa es del ron, Antón).
Volviendo al mensaje enviado -sea cuál fuera su calaña-, puedo dar crédito, después de haber escrutado hasta la obsesión experiencias propias y ajenas, a una terrible conclusión. Un hombre no contestará un mensaje de texto a menos que en el mismo haya una pregunta explícita, de contenido sexual o humanitario –leáse, “he tenido un accidente con el coche, puedes ayudarme?”, y ello si es que a la pregunta pretende contestar afirmativamente. Si para el tío es un no claro, rotundo y contundente, no habrá respuesta. Y en este punto cabría decir que puede ser un no por causas mayores como jugar al baloncesto, lo cual es lícito, saludable y hasta perdonable; o podría ser un no porque realmente al sujeto no le apetece. La cosa es que el no claro, rotundo y contundente, tan temido en la bandeja de entrada, comienza a ser una palabra desesperadamente anhelada ante una seguidilla de vacíos comunicativos.
Son varios los estudios provenientes de diversas disciplinas que vienen a confluir en las características peculiares de la mente masculina, y no es mi intención aquí repetir tales aseveraciones dignas tanto de un artículo científico como de una nota en Cosmopolitan. Solo diré que ante una eminente respuesta negativa, el macho tiende a creerla no necesaria y, por lo tanto, incuestionable frente a cualquier reclamo futuro por parte de la hembra. Además, y en la mayoría de los casos, el hombre tiende naturalmente a evitar lo que algún lóbulo de su cerebro le presenta como el hecho de tener que verse sometido a dar una magnánima explicación.
(He aquí la gran paranoia masculina).
Pero, dadas las mencionadas características particulares del hombre posmoderno, vengo yo a preguntarme –y a ver si alguien me lo aclara- hasta qué punto es lícito –y más aún, legítimo- insistir ante la falta de respuesta. El derecho a la información está consagrado en todas las constituciones democráticas del mundo, y no voy a permitir que se me lo niegue. Lo normal en todo este asunto sería obtener algún tipo de respuesta, no importando en este punto las consecuencias morales de la misma. Pero parece que los chicos de la era de la información carecen de una adecuada formación en Teoría de la Comunicación. Y aquí podría esbozar que esa carencia suele ser mucho más acuciante en aquellos cuyos perfiles profesionales más se relacionan con las artes de la comunicación. Pero, ¿desde cuándo una tiene que sufrir esa paranoia de estar agobiando al sujeto objeto del deseo? ¿Desde cuándo resulta tan odioso el proceso previo a la decisión de establecer cualquier tipo de contacto a través de dispositivos electrónicos con el sujeto-objeto?
Ahora bien, algo en apariencia menos agobiante en sus consecuencias, tanto para un sexo como para el otro, son los contactos efectuados mediante aplicaciones informáticas y a través de Internet. Todo sucede porque la gente, cuando se conoce, se ofrece mutuamente su dirección de correo electrónico como medio de mantener y/o estrechar tan amable contacto. Pero esa simple acción puede terminar convirtiéndose en otro arma de doble filo para la integridad femenina. Ahora tenemos al sujeto en nuestra ventana de chat, exactamente del otro lado. Sin embargo, esa inicial exactitud de la presencia virtual deviene en manto de sombra detrás de eso que se ha dado en llamar “estado”. Nunca sabes si el No disponible revela realmente una no disponibilidad total, o si es más bien una costumbre del muchacho. Por lo tanto nunca se tiene la seguridad de que vaya a contestar. Seguro está trabajando, o tomándose unas cañas, o mirando la tele mientras cena. Puede estar haciendo cualquiera de esas y otras muchas cosas, y puede contestar. O no. Y hemos visto ya cuánto más probable es la segunda opción. Lo trágico es la lucha interna entre el desparpajo cachondo contra el “qué pensará” dando vueltas en la cabeza de una mujer. Lo terriblemente trágico es tener que reprimirse por no agobiar.
Pero peor nos lo han puesto con esa maravillosa y adictiva red social que es Facebook. No solo somos incapaces de comunicarnos con el sujeto-objeto a través de una red de telefonía móvil, sino que Internet nos pone al tanto de todo lo que él cree que lo constituye como persona. Entonces un día una se encuentra con que el muchacho es fan de Richard Linklater y se dice a sí misma que molaría discutir sobre los procesos de la memoria en TAPE disfrutando de su compañía, ron de por medio y tres sucios polvos como epílogo. Pero otro día sale a la luz la excentricidad virginiana del chico y una se entera de que se está subastando entre una decena de chicas con grandes chances a la hora del remate. Y la competencia incita, claro está. No sabemos la verosimilitud de lo que está detrás, pero toda la información a la que tenemos acceso, solo viene a potenciar las ganas de otro buen polvo.
(O tres. Ese es mi número).
Y aquí volvemos al punto inicial: ¿cómo comunicarle al sujeto que sólo queremos follar? Si vimos ya lo mínimamente probable de una devolución concreta; si dicha ausencia de respuesta genera ciclos repetitivos de demanda; si, tal como dijo Keynes, el exceso de demanda tiende invariablemente a subir los valores de la oferta: ¿qué opción queda, entonces, para propiciar un coito ejemplar? Se me ocurre, como último acto de arrojo, la presentación en su domicilio postal, al mejor estilo Paz Vega en Lucía y el Sexo. Pondría una de mis mejores caras en escena y le explicaría, paso a paso, todas estas cuestiones a fin de que pueda comprender lo imprescindible que me resulta su roce. Su roce con aire. Los agujeros de su respiración como ventosas en mi piel sudorosa. Le comentaré algo de mi ansiedad, o simplemente obviaré la locura y me iré a casa volando bajito (y ese es un decir algo más que figurativo) a encontrarme con mi escurridizo yo coherente. Porque el chico estaría en todo su derecho de darme una patada en el medio del culo. Habiendo tantos medios de comunicación a mi disposición, ¿cómo es posible que se me ocurra plantarme en su portal?
(Así soy yo, chaval).
Pero, si es un poco sensible, podría llevarme a la planta de urgencias del instituto psiquiátrico más cercano. Le diré entonces que previendo tal desenlace con respecto a la pérdida progresiva de mis facultades mentales, he contratado un seguro médico privado que lo cubre todo. No tendrá que realizar ninguna gestión extra.
(Muy amable de su parte).
El círculo vicioso no tiene ya salida, excepto la respuesta. No puede imaginarse el lector masculino el daño psicológico-moral que causa a una exponente femenina –máxime si la misma es de perfil obsesivo-compulsivo- la disposición y, peor aún, la utilización de los ya mencionados dispositivos de la nueva era. No creo que mi abuela haya tenido que soportar tales vejaciones. Si le apetecía decir algo a alguien, lo más normal del mundo era ir a verlo a su casa o mandarle un recado con alguien de confianza. Si la doña le quería dar un tinte poético al asunto, una carta con perfume de mujer era la opción más acertada. Y, en tiempos más avanzados, llamar al teléfono de la casa tantas veces como sea necesario hasta encontrar al morador, era una acción que no dejaba registro alguno y, por lo tanto, no tachaba de obsesiva a una mujer empeñada en ser informada. Es entonces cuando una recuerda la alegría y curiosidad que le despertaron los primeros teléfonos celulares y lo sorprendente de abrirse una cuenta de una cosa en Internet que servía para hablar escribiendo. Pero pasados los veinticinco, un día descubres que el móvil 3G que más refleja tu personalidad con su diseño y tu ADSL de 20 megas han venido a tu vida a complicártelo todo.
(El sexo lo es todo)
Dicho lo dicho, es hora de que el lector sepa que la contracara de toda esta verborragia literaria no es nada más ni nada menos que una mujer que quiere que le digan Si o No. En primer lugar, porque no pueden imaginarse todas las cosas que debe pensar una mujer antes de echarse un buen polvo. Obviamente que eso no sucede con el sexo casual, pero si esperas a alguien, los factores a tener en cuenta a la hora de decidir un posible apareamiento son varios. Entre ellos, y uno de los principales, que las ingles no sean francesas y sean brasileñas. O que sigan siendo lo suficientemente tropicales sin llegar a ser selváticas. Y ello teniendo en cuenta que hasta poder volver a sufrir tal padecimiento, tienen que ver la luz horribles y amenazantes puntitos negros, y luego el acechante vello.
(Ayyyyy!!! Han pasado tres semanas).
En este punto, y prestando atención a la evolución del folículo piloso, cualquiera puede comprender que una mujer (o cualquier sujeto que se someta a sesiones depilatorias) pasa solo una pequeña parte del tiempo que demora el ciclo de crecimiento del vello perfectamente depilada. Y la insistencia en la oportunidad del momento no es solo por coquetería, ni mucho menos por complacer al compañero. Tengo, en esos días, una flor mucho más sensible a cualquier cosa que se quiera posar sobre ella.
(Egoísmo puro y duro, sí señor).

Y esta noche, amigos, estoy más brasileña que Sonia Braga y he hablado con Antón.
Él me llamaría y yo haría mis planes. En definitiva, las alternativas se reducían a uno o varios polvos de los buenos con el sujeto-objeto o a mis clásicas tres P: pizza, peli y peta.

(Tocaba ahora la crueldad de la espera).

¡Ay mi vida sin Antón!