martes, 12 de agosto de 2008

I

Mi vida sin Antón. Es un buen título para comenzar una buena historia, solo que no estoy segura de que esta sea la historia que un lector ávido de novedades se digne a leer con entusiasmo. No estoy segura, primero, porque no creo que se trate aún de una historia. Podría serlo en unos meses, o en unas horas, cuando de por hecho que el chico de la respiración tan... tan... uff, cuando de por hecho que el chico en cuestión ya no quiere volver a meterse conmigo en esa sede de fluidos y demonios que son mis sábanas rojas.
Segundo, porque nada de lo que tenga que ver con el chico de las dotes respiratorias es tan importante como para ser contado. De hecho no lo es, y no se por qué tengo la necesidad de contarlo entonces.
Debería dar aquí tres razones, que es el número de puntos por los que transita cualquiera que quiera explicar una cosa aplicando el método deductivo. Lo curioso es que mis deducciones comienzan a mostrarse obsoletas y mis inductivismos cada vez más obsesivos. Es lo que tienen las cosas que comienzan con “ob”. Desde la mágica practicidad de un ob hasta la perversión de lo obsceno. Pasando por la obsecuencia y por las líneas oblicuas del cuerpo del fulano.
La cosa es que no tengo más razones que una sucesión de buenos polvos que tampoco es tan vasta. Tres noches. Tres putas noches y yo escribiendo desde los confines de mi sofá todo aquello a lo que se ha reducido “mi vida sin Antón”.
Y voy a empezar hablando de él, aunque podría hablar de mí. Sin embargo, considero que aprenderá mucho de mí quien sepa comprender la urgencia que reviste escribir estas líneas pensando en Antón. Se preguntará alguna mente retorcida si se trata de un seudónimo que enmascara algún otro nombre del montón. Pero debo admitir que, tratándose de un nombre tan bello, no puedo resistir la tentación de decir que el hombre en cuestión sí se llama Antón, detalle muy importante teniendo en cuenta lo sexy que resulta esa tilde posando sobre la o en mi garganta cuando el hombre se posa sobre mis aes.
No tengo bien claro de dónde es: entorno social sevillano con acento gaditano resulta un puzzle difícil de resolver entre la maraña de cosas triviales que me intrigan acerca de su persona. Sé que lo conocí a través de otro al que ya dediqué unas cuantas líneas. Dije que no iba a hablar de mi, pero quizás sea oportuno aclarar que si bien me cuesta mucho “enamorarme” –y aquí cabría una nota al pie aclaratoria de la manera en que entiendo el amor, que puede ser exactamente contraria a lo que suele entenderse por amor en la jerga literaria-, cada vez que caigo presa de algún enamoramiento ocasional y, por lo general, ficticio, lo vivo como si fuera el último. Y, por supuesto, lo escribo y lo des-cribo.
Cuando lo conocí estaba tan obnubilada por los aires bohemios a lo Max Estrella de ese que necesita un capítulo aparte, que no reparé en el chico de los ojos chinos y el pecho más ibérico del mundo. Aunque debo admitir que por ese entonces los gajes del deporte le habían jugado una mala pasada que se reflejaba en el morado intenso de su ojo izquierdo. Y entonces me imaginé lo sexy que resultaría el sujeto con el otro ojo a juego. Pero solo quedó en un pensamiento aleatorio y las cañas esporádicas siguieron marcando el ritmo de nuestros encuentros. La verdad es que el chico me caía muy simpático y por eso el día fatídico de mi cumpleaños número 27 no opuse resistencia a su ocasional compañía. Una copa después, su modo de estar cerca me resultaba cada vez más irresistible.
Hablo del ron, particularmente de uno añejo fabricado en la República Dominicana por un tal Don Andrés desde 1888. Debe ser esa historia que tengo con los ochos o realmente se trata de un ron Brutal. Pero esa noche descubrí los poderes mágicos de aquella poción al tiempo que iba advirtiendo, entre risas y canciones, las ganas que tenía de que suceda lo obvio. Porque era obvio que sucediese, se respiraba tensión en el ambiente y estábamos como niños postergando una inminente cópula con absurdas últimas copas.
Y entonces la frase más tonta bastó para que el niño me abrace y para que la zorra que escribe se deje abrazar. Si en ese momento algún sistema meteorológico de los de antaño hubiese medido la temperatura del distrito, hubieran explotado varios tubos de mercurio. Todo se volvió rojo, todo se volvió naranja. Solo los azules vinieron con las miradas y los amarillos venían cada vez que me dejaba notar su aliento. El abrazo duró un tiempo inescrutable que no soy capaz de contabilizar bien como un instante, bien como un momento breve. Digamos que duró lo necesario como para que ese acercamiento de lo más infantil terminara como uno de los polvos más memorables de mi vida.
Al respecto, me considero una chica entendida en la materia y, sobre todo, una chica muy dispuesta. Los menesteres del sexo son siempre sabrosas aventuras para deleitar mis bajas pasiones. Y Antón estaba ahí, respirándome al oído mientras la brutalidad de ese ron añejo ponía en escena mis más variadas perversiones.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Parece que la no-historia promete... Curioso nombre tiene tu hombre!

Bene dijo...

..adorable mezcla de palabras.

este cuento huele a ron, ron añejo, y a noches de verano y sudores.

Anónimo dijo...

OBsecuente relato!.

Anónimo dijo...

La historia ya termino?