lunes, 17 de noviembre de 2008

V

Salí a caminar. A despejarme el bocho. Eso creo. Porque creo, sí. En sus dos acepciones, la de creer y la de crear. La de crear me encierra en casa cual batichica sedentaria. La de creer me arroja de vez en cuando por las calles tan poco geométricas de mi barrio, donde los silencios siempre mueren como tantos triángulos viejos. Bah. Una obviedad. Sigo. Me gusta pasear mirando balcones cuando no tengo ningún plan. O sea, paseo bastante. Sigo. Quizás encuentro a alguien que conozca a alguien que yo conozco y quiera tomarse algo conmigo para hacernos compañía mutuamente. Pero atenta, no sea cosa que me lo encuentre. Mejor me pongo las gafas. Qué ridícula, no hay sol. No importa. Me detengo. Me siento. Tilt. Un cigarro en la plaza. Lo apago y mejor a casa, sin ganas. Número 9 de la calle del Tribulete y la mano derecha en el bolsillo, sin fondo. Mierda. Perdí las llaves. ¿Metafísica? No, no. Las llaves. Las busco por si acaso en las profundidades abismales de mi bolso. Adentro de no se qué. En ese bolsillo secreto que siempre tienen los bolsos. Y nada. Vaya a saber qué puertas andarán tocando. Que lo sepan, no les van a abrir y van a volver. Con el llavero cansado. Van a volver. Tintineantes, pero con miedo. Mejor las voy a buscar. Deshago el camino andado. ¿Metafísica? No, no. Deshago el camino andado. Mirando para abajo y pateando el embole con la punta de las botas. Y ahí estaban, al pie de un banco de la plaza. Tan brillantes que tuve que desviar la mirada. Y entonces lo vi, bajando la cuesta y arrastrando los pies. Tan guapo, tan sexy, tan guay. Me quedé agachada detrás del banco, mientras le pedía al cielo nublado que no me vea y le agradecía por no haberme tenido que dejar 50 pavos en un cerrajero. (Si se pide, hay que ser agradecido, por lo menos con el cielo). Apreté mi tesoro sin darme cuenta hasta pincharme. Abrí la mano y miré las llaves. Quizás se tienen que cerrar algunas puertas para que otras se abran. ¿Metafísica? Ahora sí, y de lo más agustiniana.
A casa, esta vez con ganas. A cumplir con los ritos de la hibernación. Ya me estaba cansando de tanto buen rollito veraniego. Que el solcito, que el calorcito, que qué se yo. Basta ya. Y cuánto invierno. Y tanto. Y las frases, esas de invierno. Esas que yo me invento, paparruchadas, un copete de la galera. Estoy fibrilando, esa es una. Es todo una cuestión de actitud. Otra. Y entonces lluvia. A cántaros. Se casa una vieja. Caen sapos del cielo. Y una vagancia mental importante, unas vacaciones de la neurona. Una necesidad de siesta. De enrollarme entre las sábanas. Con frío y con lluvia. Mojada. Húmeda. Pensando en Antón. Así, tierno, acalorado, liviano, con aire, bien, bien, mejor, mucho mejor... Como que el frío te da un margen, al boludeo, al vagabundeo absurdo, a la paja sublimada. Y aunque uno vaya a la misma velocidad que siempre, o quizás más, hay cosas que suceden diferente. Distinto. De otra manera. Por eso quiero que se haga de noche, que es poco pedir por lo rápido que anochece. ¿Me iba a perder yo el lugar común de mencionar el cambio de horario? De ninguna manera. Si está en el campo mórfico. En boca de todos. Como la Duquesa de Alba. Sí, mejor que se haga de noche. Que se termine el día. Que parece lo mismo, pero no, no es igual. Mejor no pienso. Mejor me olvido. Ni se te ocurra llorar. Te lo digo a ti, my little Drama Queen, no se trata de nada que un buen chute de glucosa, clonazepam y cine dramático no pueda ayudar a sobrellevar...
Media bolsa de gominolas después, Ilsa Lund le había confesado toda su verdad a Rick Blaine, y yo aún no podía encontrar el modo de procesar la mía. Mi vida sin Antón no rankeaba ni para promo de novela venezolana. Era mucho peor que eso. Hip. But what about us? Hip. Hip. We’ll always have Paris. Hip. Hip. Hip. Pausa. Hip. Humphrey Bogart me miraba. En blanco y negro. Hip. Yo me azulaba. Hip. Hip. Me tomé un vaso de agua batida con un cuchillo cabeza abajo y sin respirar y el hipo no se pasaba. El hipo me ahogaba. Luego se fue el ruido y se aquietó el diafragma, pero la garganta se me había quedado anudada. El aire no pasaba y mi corazón demoraría exactamente tres minutos y medio en detenerse. Casi explotaba, yo lo notaba. Calma. Calma. No pasa nada. Sí, estoy fibrilando. No, tranquila, no pasa nada. Es todo una cuestión de actitud. Solo estoy somatizando. Somatizo lo que me pasa y también lo que no me pasa. Somatizo lo que podría pasarme, lo que soñé que me pasaba, lo que me terminó pasando y también somaticé el día en que le arruiné el pelo a mi primera Barbie jugando a la peluquera...
Ahora estaba somatizando que todo había sido cuestión de suerte. Eso dijo él. Eso tuve que entender. Pensando que había sido también una cuestión de tiempos y que nuestro timing estaba fatalmente des-sincronizado. Parece que el azar domina mucho mejor el tiempo que José Antonio Maldonado. Y con Antón, yo creía que tenía tiempo. Y que sólo me estaba tomando mi tiempo con tiempo. Mi tiempo con calma. Que manejaba el asunto cual malabarista china. Con toda la tranquilidad que me era posible, aunque no fuese tanta como la de la gente que vive en esa parte oriental del mundo. Porque mi tiempo me daría tiempo para muchas noches más. Porque a mí me gustaba esa rara complicidad que habitábamos de tanto en tanto. Ese aire sórdido y etílico soplándonos caliente en los oídos. Me gustaba la ironía compartida. Saber que cualquier noche podíamos telefonearnos o encontrarnos en algún garito del barrio.
Pero tenía tiempo sólo hasta que llegó ese día. Un día en que ya no hubo más tiempo. Ese día en el que la peor noticia de todas dio por tierra con mi máxima setentera de dejar que todo fluya. Ahí estaba el cachetazo posmoderno aplacando mis hormonas: capitalismo y globalización formaban una ecuación que definitivamente tenía como resultado la huída compulsiva. Sucedía que, en ese tiempo tan poco sincronizado que había discurrido entre sus vacaciones y las mías, mi Antón había decidido que se iba a la India por un año. Sí. A-la-India-por-un-año. Chan. Con ese acorde empezaba mi tango y mi pena empezaba a ser más honda que la de Malena.
No, no es justo. En absoluto. Propongo que Lucifer sodomice a Cupido. Por imbécil. Una flecha perdida, una negligencia angelical y cae sobre la tierra la peor de las tragedias. En el primer acto nos conocemos. Nos olemos. Nos gustamos. Como si yo fuera una chica encantadora a quien volver a ver si le pone ganas. Como cuando por fin encuentro a un tío que me gusta y también le pongo ganas. Nos revolcamos como locos. Como si la vida fuera, en vez de atroz, una vida fantástica. Entonces, e invariablemente, en el segundo acto aparecen los obstáculos. Se coman o no perdices en el tercero, parece que en el acto intermedio siempre hay que atragantarse. Yo me había salvado de atragantarme con el pollo al que le había ganado la batalla, pero esta vez podría terminar más enterrada que Desdémona...
Tenía que hacer algo, no me podía quedar de brazos cruzados. La primera idea que se me vino a la cabeza fue secuestrarlo. Podría conseguirme una mesa plegable, varios billetes de lotería falsos, una peluca y un par de gafas bien oscuras. Me plantaría con mi chiringuito frente a su casa y estudiaría sus movimientos. Después de todo, quién puede sospechar de una pobre cieguita trabajando para la ONCE. Eso hasta parecía divertido, pero lo difícil sería instrumentalizar el secuestro. Entonces pensé en pagarle a los muchachos de la barrabrava xeneize para que trabajen sucio. También me acordé que tenía un amigo en Nápoles y lo busqué en Facebook. Pero no, necesitaba algo más efectivo. Podría escribirle un mail a Bin y pedirle colaboración para violar la seguridad aeroportuaria. El entendería la causa, la gente con turbante también tienen corazón. Una amenaza creíble de bomba y el avión no saldría. Lo malo es que no se iba un 11, sino un 8. (¡Un 8!). El 8 les gusta a los chinos. A los terroristas les gusta el 11. ¿Cómo podría convencerlo? ¿Le bastarían mis conocimientos de numerología? En fin... No se rían, lo llevo fatal. Pensé miles de cosas hasta que terminé por entender que, a menos que aceptara vivir mis próximos veinte años entre rejas, el chico se iría de todos modos.
Y se iría de todos modos porque la conjunción de factores era tal que a mi virginiano solo le tocaba decir que sí. La gente se va a la India después de leer a Deepak Chopra o se compran la edición de bolsillo en el aeropuerto. La gente se va a la India para que Sai Baba le toque la cabeza. Algunos hacen labores humanitarias y salen en las revistas. Otras se convierten en verdaderas Madres de Teresa y otros en discípulos de la palabra de Gandhi. Algunos se van para sellar su unión matrimonial en el Taj Mahal, fotografía 13x21 incluida. Otros van a purgarse de las culpas del consumismo occidental arrastrando una mochila por meses y cagando sin parar. Se mire por donde se mire, salvo para algún yupie norteamericano con un ojo puesto en el Sensex y el otro en el Nifty, un viaje a la India supone, en el imaginario popular, un viaje espiritual. Hacia uno mismo.
Antón me contó que le asustaban los cambios, pero yo ya lo sabía. Me lo tenía bien estudiado. También me confesó que el cambio más grande en su vida había sido mudarse de Argüelles a Lavapiés, y que necesitaba una sacudida. El amaba Madrid tanto como yo, pero necesitaba irse para volver. Yo lo entendía. Yo me fui una vez para no volver, hace dos años que estoy cambiando y medio que lo asumo. Así es la vida. La gente cambia, cambia de peinado, de casa, de pareja, del crucigrama al sudoku, cambia de canal, de trabajo. Otros no cambian nada. Yo sabía que durante mis cambios –que son muchos- me tocaba aprender. Entonces cambié los valores. Necesitaba acomodarlos, desordenarlos y reacomodarlos. Luego volver a pensarlos. Rescribir la lista oficial de mis paradigmas existenciales y pegarla con un imán en la nevera. Para no olvidarme. El también quería cambiar, y eso me gustaba. Me gusta que la gente le saque la lengua a lo que no se mueve, que ande siempre buscando pistas para moverse mejor. Le hubiera dicho que si me aburría demasiado en Madrid me tomaba un avión y nos tirábamos algún finde mojándonos los pies en el Ganges. Seguro que no iba a poder evitar preguntarle si creía, como Heráclito, que uno nunca se baña dos veces en el mismo río, o si más bien era del bando de Parménides. Lo del principio de unidad en la diversidad era algo que me traía obsesionada desde el instituto, y tenía un par de historias en la cabeza. Capaz le gustaban y hacíamos una peli. Hasta ahí, veníamos bien. Hasta ahí.
Sin embargo, existía un detalle que hizo que toda mi empatía espiritual se venga a pique. Ni Sai Baba ni culo irritado a causa del síndrome del turista. Antón se iba a la India a cagar comida gourmet en un baño azulejado. Resultó que aquella subasta virtual no era tan virtual y el chico encontró su mecenas. El azar hizo que se sincronizara con una dispuesta a financiar su etapa de desarrollo espiritual: escribiría su peli en Delhi. Suena bien. Hasta tiene rima. Sarcasmos aparte, me alegro por el. Y el lo sabe...
No me mal interpreten. No pretendo reducir la cuestión a un tono mercantil. De ninguna manera. Seguramente, la tía le gusta mucho. Seguramente, la tía es majísima. Sin embargo, mi cabeza solo puede reproducirla de una única y abominable manera. Ella se lo lleva a la India y es, por lo tanto, la mala de mi película. La que marca terreno en Facebook. La celosa controladora por decreto. De necesidad y urgencia. La que presume de una exitosa convivencia india adornada con chofer, cocinera y vacaciones en Tailandia. Del estilo arquitectónico de la fachada de su casa. La que alardea de un Delhi con shopping mall (¿se puede ser más cutre?), enormes vodkas y lugares elegantes. Y ya se sabe todo lo que comporta la elegancia en este tipo de países donde la clase media parece ser el eslabón perdido de la sociología. Ella es la que se lleva a mi Antón a comer langosta al país que ocupa el primer puesto mundial en desnutrición infantil. La hereje de todas las teresitas descalzas. La vacía de cualquier sueño socialista. Reducción de disonancia para la teoría psicológica. Para mí, la única alternativa posible de pensarla. Porque ella me quitó todo el tiempo que yo guardaba...
Apuesto a que cuando Proust escribió En busca del tiempo perdido estaba pensando en un apuesto muchacho que huyó en el transiberiano detrás de un señor elegante. Yo escribo Mi vida sin Antón en la era de las compañías low cost, perdiendo mi tiempo y sin estar completamente segura de volver a encontrarlo. Entonces empecé a pensar en si esto del abandono no era una especie de estigma diabólico en mi vida. Más concretamente este tipo particular de abandono. Estas cosas surrealistas que me suceden, que me hacen caer de continuo en las excepciones como si fuera, en vez de una persona, un personaje de Cortázar. La gente que me conoce sabe de lo que hablo. Estas cosas sólo me pasan a mí. No, no es un mito rural como la mujer vestida de blanco que se te cruza una noche en la carretera, la metes dentro de tu coche y luego desaparece. El mito no es tan mito y es urbano. En este caso el fantasma es un hombre que viste de oscuro, que va ocasionalmente de visita a tu casa, lo metes dentro de tu cama y luego desaparece. Peor aún, se muda a un país tercermundista a llevar una vida primermundista con dietas y desplazamientos pagos.
No. No es un mito. Ya me pasó una vez. Dos, lo considero demasiado. Y aunque la primera vez me pasó antes de los 20, la situación es comparable. Tenía un pisciano que me volvía loca, pero estábamos en la fase nihilista del “no somos nada”. Entonces una mañana de verano fui a buscarlo y ya no estaba. Se había ido a México con otra que también le rondaba. La tía tenía pasta y se lo había llevado a vivir la dolce vita al mejor lugar del DF. Duraron tres meses. Hasta que a él le afloró su versión Diego Rivera y la pobre Frida no pudo soportarlo. Un día Agustín no tocó más el piano y mi chico se volvió caminando. Luego me pidió perdón y entonces fuimos algo. Tres años después, lo estaba manteniendo yo en un coqueto barrio de eso que llaman el segundo mundo latinoamericano. Ocho horas como empleada pública al día financiaban su utopía creadora y las clases de inglés de su hija. No hace falta aclarar cómo terminó la experiencia de manutención ni decir que el sujeto nunca se dignó a limpiar los rastros de su arte en mi salón. ¿Esto es “arte” o lo tiro? Esa pregunta tan simple, pero capaz de resumir la esencia del arte posmoderno en seis palabras, era la que salía de mi boca cada vez que su arte me hartaba.
Tampoco es la intención tender un puente entre mi ex y Antón. Pero creo que la analogía sí que es procedente a los fines de analizar eso que se configura como “la nueva economía del romanticismo”. Mi versión marxista del abandono. El materialismo histórico en su máxima expresión práctica. La teoría de la dependencia subvertida y reactualizada. Mi Antón se había convertido en el nuevo gurú de la economía del braguetazo. Si se enterase Hayek, se levantaría de su tumba y le daría un apretón de manos. Mejor que no se entere. Que Dios mantenga en la gloria al neoliberal y no lo suelte. Mi amigo Marx le hubiera explicado la relación entre trabajo, plusvalía y capital, y le hubiera advertido los efectos del opio por si acaso viajara a Tailandia. No se me ocurre qué pensarían Cardoso y Faletto. Después de todo, la alegría no es solo es brasilera y los dependentistas perdieron peso en los especulativos vaivenes teóricos de la economía...
Teorías aparte, y dada mi repetida experiencia práctica, puedo asegurar que los hombres mantenidos del nuevo siglo parecen tener alguna pseudo-vocación para justificar sus interminables períodos de descanso. Peor aún, nosotras fingimos a la par de ellos que estos adorables perezosos son escritores, artistas plásticos, actores, guionistas, y cualquier actividad que incluya algún tipo de trabajo creativo. Todo ello sin negarle al mantenido todo su potencial de ser muchas otras cosas como encantador, seductor, sexy y protector. Sin embargo, recientes estudios demuestran que por cada tía proxeneta, hay varias mujeres hartas y totalmente resentidas por ser el único o principal sostén de la casa. ¿Y quién puede culparnos? En estos tiempos en que la igualdad de género construye tantos ministerios, deberíamos preguntarnos si este nuevo estilo de economía de las relaciones no tiene que ver con el omnipresente miedo femenino a la soledad. Súmese a eso un hombre de espíritu libre renuente a formar parte de la fuerza laboral y ya está.
Yo misma le ofrecí a Antón la mitad de mi cama, un hueco en el armario, la patria potestad del mando a distancia, no hablar si ponen basket en la tele, sexo por las noches y también por las mañanas. Algún día me lo llevaría a brindar con ron a La Habana o a empacharnos de gateaux au chocolat en cualquier callejón parisino. Sí, yo misma lo propuse. Yo, ex-fashion argentina, convertida eventualmente al hipismo, felizmente mileurista y fatalmente contradictoria. La mía había sido una transición difícil, lo admito. Un día me dije que ser politóloga y tener cinco títulos de postgrado no es lo primero. Había estudiado políticas porque a los 17 creí que podía cambiar el mundo. Después la idea se me fue solita de la cabeza. Después me aburrí de los filósofos políticos teorizando desde su escritorio sobre la democracia y la igualdad. El barco se hundiría de todos modos, y nadie tiraría salvavidas en las universidades. Yo no podía remediarlo. Me había embarcado en la empresa más difícil de todas y eso más de una vez me hizo pensar si no me había equivocado. Evidentemente, estaba atravesando una crisis vocacional. 10 años después sabía que a esta altura de la vida no sería una actriz polémica y transgresora que desayuna crepes en París todas las mañanas. Tampoco sería una atractiva detective forense en Nueva York con un jefe malo y sexy. No iba a ser corresponsal de alguna guerra en los Balcanes portando unos Ray-Ban y tirándome salvajemente al cámara en alguna trinchera. Tampoco sería una eminencia en genética soportando juicios éticos sobre clonación humana ni haría una peli surrealista saturada de cambios de plano. La tenía difícil. Necesitaba algunas vidas más y algunos vicios menos si quería ser todo eso y algunas otras cosas. Tenía que asumir que de una vez por todas mis personalidades tendrían que ceder protagonismo y ponerse de acuerdo en nombrar a un yo embajador de mi persona en el mundo real. No quería terminar como Girondo y tener que mandarlas a todas a la mierda. Después de todo, a veces me divertían. En un mundo donde las opciones se multiplican y hasta te las envían a domicilio, ¿qué podía hacer yo si el puto Mercurio me había hecho tan cambiante? Estaba perdida.
Entonces, y si para todo eso ya no había tiempo, a los 27 me convencí de que ser parte de la comunidad de científicos sociales no estaba nada mal. Ahí tenía yo mi lugarcito en el mundo del conocimiento. No podría cambiar el mundo, pero sí iluminar conciencias. Algún día me leerían y me refutarían, y yo les haría de goma el contra-argumento, por supuesto. Aunque muy en el fondo, y en disputa con muchas otras cosas, me gustaba lo que hacía y el ambiente académico lo reconocía. Además, el ritmo universitario me dejaba tiempo para leer y releer muchos libros, escribir algunos cuentos, mirar pelis y pensar en mí. Y mi nómina de investigadora me permitía darme el lujo de vivir en mi pedazo preferido de mapamundi madrileño y poder contemplarlo desde un balcón.
Desde ese mismo al que yo invitaba a Antón a asomarse con un café todas las mañanas. Pero algo sé sobre mercados eficientes y puedo vaticinar que mi oferta es, lisa y llanamente, un mal negocio. De hecho, es bastante probable que mis rentas no aumenten y existe la certeza absoluta de que, a menos que pase por el quirófano, no me volveré más guapa. Así que, en términos económicos, soy una especie de activo que se deprecia. Y no solo soy un activo a la baja, sino que mi depreciación se acelera al ritmo de mi vida sedentaria. Digamos que entonces, y en términos de Wall Street, podría auto-denominarme como una acción para intercambiar y no una para comprar y mantener. Que el Parlamento Europeo no se alarme. La crisis del Euribor, comparada con la mía, no es nada.
Pero se equivoca mi gurú si cree el pump and dump me puede hacer patear el tablero, porque pienso seguir cotizando. Insert coin muchacho, que sigo participando. También se equivoca si piensa que mi mirada mercuriana no lo va a seguir escrutando. Porque va a tener que meterse en un pozo, va a tener que ignorarme, va a tener que llenarme el culo de patadas y los brazos de moretones si cree que yo, con toda mi locura perversamente incorregible, no voy a seguir mostrándole en la cara todo eso que fabricamos cuando estamos en mi cama.
Que sepa que aquí lo espero. Con el edredón abierto y con este espacio como testigo directo. Se lo grito a los cuatro vientos. Y no me avergüenzo. Todas esperamos. Unas tejen, otras escriben. Algunas Penélopes de la nueva era nos desahogamos en un Office2000 y si nos sentimos solas nos compramos un i-pod. Y yo sé que mi Ulises posmoderno, ese que lee cómics y juega a la play, tarde o temprano amarrará su yate de 12 metros en Lavapies. Tarde o temprano. Y entonces, algo será seguro. Me acudirán unas ganas ineludibles de comerle la boca. O no. Porque es probable que con el escurrir de los soles mi Antón deje de arrastrar los pies y camine como toda la gente seria. También es probable que con el tiempo deje de asomarme compulsivamente al balcón cada vez que oigo rebotar una pelota en la calle. Algún día me cansaré de evaluar toda clase de teorías y de resbalarme cada vez que me subo a la bañera para poder mirarme el culo en el espejo. Me dejaré de hacer balances sociológicos sobre el hombre del nuevo siglo y me convenceré a mi misma de que mi Antón es como todos los antones del mundo. Un Antón del montón.

Pero esta noche, en la que trato vanamente de dominar este sueño esquivo, el es el Antón que me tiene desvelada. Uno que me encontré la noche que cumplí 27, en medio del torbellino de mis cambios paradigmáticos. Uno con barba mimosa y pelo del que tirar cuando se mete en mi cama. El chico del pecho más ibérico del mundo, aunque a él le haga gracia. Uno con el que no quiero hijos ni este año ni el próximo, pero que supo derretirme con un abrazo bien dado la noche que estuvo en mi casa y me secó las lágrimas.

Esta vez no voy a dar detalles jugosos de la situación. Todavía los estoy procesando. Solo diré que si en vez de ser una politóloga trasnochada tuviera un bar en Argumosa, el abandono con patatas “a lo pobre” sería la especialidad de la casa...


Bon appetit pour moi, ma petite fille dramatique.

Chapeux pour elle.

Bon voyage, mon chéri gigoló.


Y sólo como despedida, un buen beso francés para Antón.

(Ne me quitte pas... We’ll always have Paris)

sábado, 1 de noviembre de 2008

IV

Eran las 8.30 p.m. de un lunes cualquiera. Yo llegaba a mi barrio después de haber estado todo el día manteniendo a la fuerza mi imagen de doctoranda estrella. Estaba cansada. Cansada de todo. De mi también. Además de existir -como si eso no fuese ya demasiado- tenía que subsistir. Tenía que mantenerme viva a mi misma, vaya putada. Algo tendría que cenar. Algo fácil. Algo guarro. Algo calórico. Algo que se haga en el tiempo exacto que demoro entre ponerme el pijama, encontrar las pantuflas debajo de la cama y elegir la peli que más se adapta a mi estado de ánimo en esa franja horaria. Una vez más, tocaba el plan de las 3 P. Estaba resignada.
Salí del metro y me metí en el supermercado casi por acto reflejo. Di 8 pasos y comenzó a temblar el suelo. Se me taparon los oídos y un ruido silencioso como de sala de informática con ordenadores encendidos se adueñó de mi cabeza. Entonces lo vi y me quedé paralizada. Reaccioné cuando el segurata rubio me tocó la espalda. Tenía que revisarle las bolsas a un senegalés y parece que yo le estorbaba. Di el noveno paso. Mierda. Ahí estaba mi sujeto-objeto encarnado en todo su inexorable realismo. Yo me lo había estado imaginando durante tres meses en una reducida variedad de locaciones (básicamente, mi casa), tenía revisados los diálogos, controlada la iluminación y el ángulo de la cámara anatómicamente preparado. Contrapicado. Aberrante. Subjetivo. Mi storyboard se parecía más a un cómic porno que a cualquier otra cosa, y ahora tenía que desmontar el proyecto y readaptarlo a la luz blanca e impersonal de los supermercados.
Me metí la súper 8 en el culo y volví en mí. O en si. Bemol, porque quedé tocada. Ahí estaba mi dandy virginiano entre los panes. Me mareé. Me recuperé. Volví a mirar. Los panes y el. El y los panes. Me di vuelta. Me dolía la panza. Me hacía pis. Me entraba la risa. Me descompensaba. Imaginé a un residente del SAMUR diciendo la emblemática frase “está fibrilando” después de mi inminente desmayo. Volví a mirar. Era mi Antón, si. ¡Y qué lindo que estaba! Atiné a esconderme, pero ya lo tenía a menos de un metro de distancia. Estaba de espaldas. Pero, ¿así como estoy? ¿con esta cara de reventada? ¿por qué no me lo encuentro en el bar de la esquina con dos mojitos encima, rimel en las pestañas y el pelo recién secado? ¿y si me había visto antes? ¿y si efectivamente me había visto y por eso seguía de espaldas? ¿y qué pasaba si la tía que estaba a su lado eligiendo otros panes más integrales era su compañía? ¿Me hacía la boluda? Yo, argentina. ¿Paso? ¿Lo saludo? ¿Paso? ¿Lo saludo? ¿Lo saludo? Paso. No, mejor lo saludo.
No sé cómo fui capaz de pensar todo eso en un par de segundos, pero finalmente nos encontramos. Y la verdad que para vernos por primera vez en casi tres meses, digamos que fue un encuentro de lo más ridículo. Yo trataba de disimular mi somatización emocional producto del choque con la realidad, pero no podía. Dije un montón de estupideces, todas de corrido. El también estaba medio nervioso, o medio tranquilo. No era el Antón que se tomaba una cerveza desnudo en mi sofá mientras me miraba bailar. Lo sorpresivo del encuentro le había quitado naturalidad, esa cosa infantil que a mí me gustaba. Pero de todos modos, estaba hermoso y me había dejado obnubilada. Creo que se había estirado un poco. Después de todo, el chico estaba todavía en edad de crecimiento. Más alto y guapo que nunca, tenía el pelo más largo, la barba más sexy, los jeans más caídos, la chaqueta más apropiada...
Y fue entonces cuando confirmé mis sospechas: mi Antón era un auténtico guay. Guay lo que se dice guay. Un guay self-made de lo más prototípico. De esos que caminan pateando latas imaginarias de alguna cerveza importada y tienen asistencia perfecta en todos los festivales que celebran la totémica trilogía pop-indie-electro. En el lado del mundo de donde yo vengo la gente no es guay. Ni siquiera en Paraguay. La gente es cool, es in, es fashion, es top. Stop. ¿Qué hacía yo, que había renunciado estoicamente a todo eso, derritiéndome por un tío born to be guay? Por un tío que seguramente muere por esas chicas hiperflacas que van por la vida subidas a unas convers blancas pero sin lavar, con un jean que no les queda ni bien ni mal, una camiseta asexuada color gris topo -otra tonalidad del gris no vale- y gafas de acetato. De esas que no tienen friz y el flequillo siempre se les queda para el costado. De esas que adoptan el estilo “muñeca de primera comunión” a la hora del make-up y ellos no notan que van maquilladas. Belleza natural. ¡No te jode! En fin, a los guays, les van las guays. Eso es casi una ley natural. ¿Dónde se ha visto un guay sin otro guay? Tengo algunos prejuicios, lo admito. (Aunque todavía no entiendo cómo se puede ser guay y decir “vaqueros” en vez de jeans. Exijo que algún guay me lo explique. Chachi guays, abstenerse).
Mi Antón era un guay, sí, pero era hermoso. ¡Y cuánto más bello puede verse un hombre en un supermercado! Ni que decir si una se lo encuentra junto a los panes y con un brick de caldo en la mano. ¡Qué imagen más candeal! Creo que hasta me imaginé un campo de infinitas espigas doradas moviéndose al compás del viento. Era casi perfecto. Debió notar mi perplejidad, porque me contó que su compañera de piso estaba malita y él le iba a preparar una sopa. La información digamos que no era necesaria. Pero su gesto me dejó pensando. Y creo que me di pena. Quizás porque estaba más sensible que de costumbre. Llevaba un tiempo medio aburrida de que todo se me rompa. Incluso se me había dado por pensar si no era yo misma la responsable de las fragilidades de mi vida. De las domésticas digo. De las otras fragilidades sí que era culpable, y eso lo tenía más que claro. Se me había roto la cisterna y solo había conseguido inundar el baño después de mover varios palitos y no saber como recolocarlos. Mi lavadora había entrado en rebelión contra mis prendas delicadas y se paraba donde se le antojaba. Se me habían quemado dos lamparitas y siempre compraba el foco del tamaño equivocado. Todavía no había podido descifrar el funcionamiento de mi sistema de calefacción con ladrillos refractarios. Llevaba ya un tiempo con una cortina sin colgar por no tener taladro, y porque si lo tuviera, tampoco sabría usarlo. Y como si todo eso no fuese ya suficiente, el dvd ya no me leía las pelis grabadas, y eso acotaba desesperadamente mi huraño universo de entretenimiento. Peor aún, me había comprado tres cactus en dos días y estaba barajando la opción de transplantarlos. Sí. Por primera vez en mi vida iba a transplantar una planta, con el mal rollo que me dan a mí los vegetales fuera de su hábitat. Es más, pensaba aprovechar ese primer impulso botánico para tener un balcón como Dios manda, aunque no me creía capaz de reforzar con alambre de acero las macetas, ni mucho menos de regar las azaleas.

Y ahí tenía la respuesta. En un brick del caldo de la abuela. Entonces me di cuenta de que el gran problema de mi vida es el desequilibrio entre lo que tiene y lo que le falta. Ya sé que ése es el problema básico de casi todo ser vivo. Pero en ese momento me pareció que la distribución de mis cargas karmáticas para esta vida estaba siendo muy desconsiderada. Al final de cuentas, a mí nadie me prepara un caldito cuando me enfermo. Si me sorprende algún infarto, llamo a urgencias y lloro con el médico de guardia. A mí no me rompen las bolas. No preparo cenas sofisticadas, ni mucho menos desayunos americanos. Me mantengo contenta comprando trapos por el barrio. A veces ceno comida india con una amiga que también está sola. Fumo y bajo al chino en pijamas. Nadie me reta. Nadie me dice nada. Nadie deja la tabla levantada. Hablo sola, con ganas de escucharme y entenderme. No me sé las fechas de la UEFA. No tengo a ese que me explique si orsay es lo mismo que posición adelantada. Tampoco tengo a ese que me caliente la cama tres veces por semana. Tomo té con limón de madrugada y salgo al balcón cuando estoy desesperada. Nadie me reclama la mitad del edredón ni se queja de mis extremidades congeladas. No me duermo sobre ninguna panza cervecera mirando dibujitos animados a las 3 de la mañana. Nadie baila desnudo en el living de mi casa. No tengo dudas, ni broncas, ni perdones. Nunca cierro del todo las ventanas. Paso una mitad del día medio triste y la otra casi maravillada. No tengo a uno para robarle el chándal. Uno que se saque las zapatillas cuando llegue a casa, aunque venga sudado de la cancha. Uno con una barba que haga cosquillas. Uno con el que tomar muchas birras. Uno para matarme de risa. Uno para tener sexo con ganas... En fin, ese lunes me tocaba el karma de volver a casa sola cargando las bolsas. Abrir la puerta y que no haya música de fondo. Me tocaba tumbarme en el sofá a devorar una pizza y masticar una película. Ay de mí, que nadie me preparaba un caldito ni me ponía el termómetro en la boca. Ni otras cosas en otro sitio. Sola. Sola para casi todo.

Me despedí de Antón con la vergüenza de la primera mañana y las ganas de la última noche. Entonces, y ante la góndola de congelados, me prometí a mi misma que llevaría mi soledad con la mayor dignidad posible. Decidí que si nadie me cuidaba, tenía que asumir los riesgos y cuidarme yo solita. Para empezar, nada de pizzas. Empecé a llenar el carro medio con bronca, medio sin pensarlo. Lácteos, verduras, carnes y productos envasados. Me autoabastecí como si una tercera guerra mundial fuera inminente. Sentía la obligación moral de auto-protegerme (obligación que me costó 30 pavos más de los que pensaba gastar). Me procuraría casi todo lo necesario como para no tener que volver al supermercado. No quería volver a ver a Antón con un caldo en la mano. No me quería volver a enfrentar con mi soledad en la góndola de congelados.
Finalmente llegué a casa, cargando todo mi arrebato de autocompasión tres pisos por escalera. No me esperaba ese que elija por los dos la peli, y que si no me gusta, esté dispuesto a cambiarla. Tampoco tenía bien claro cómo me sentía, y sin definir mi estado de ánimo era incapaz de compenetrarme con historias ajenas. Me quedé delante de la estantería un rato. Como no me decidía, me puse a oír algunos de los acordes más transgresores de Ástor. Me envolvieron, me atraparon. Casi sin pensarlo, ya estaba escribiendo...

Llegaste a través del sonido de un fratacho,
en alguna pieza de Piazzolla.
Pieza, así dice mi abuela.
Una pieza de Piazzolla en la pieza de la que pía sola.
Pía: Sola!
Pía: Sola! Sola!
Pía: Sola! Sola! Sola!
Un sola grande, un sola solar.
Piando un sola de una sola sin solarium.
¿Un fratacho o un fracaso?

Vale. A veces se me sale la cadena. Pero se me pasa. Contenta con mis rimas del día, me atreví a meter mano en mi inmaculada cocina. De repente, me vi luchando con un pollo perfectamente depilado mientras pensaba que yo también debería de estarlo. Volví al salón y cambié la música. Necesitaba algo más cañero para mi contienda culinaria. Cambié al rey del tango por el rey lagarto y me volví a la cocina bailando. Mi ave fénix de criadero seguía muerto y coleando en la encimera. ¿Cómo se me había ocurrido comprar el animal entero en vez de descuartizado? ¿Por dónde empezaba? Supongo que por las patas. Forcejeamos un rato. Él, con su rigor mortis. Yo, con mi cuchillo desafilado. Al final le gané, pero no me expulsó de mi paraíso. Me puse las gafas de sol y piqué una cebolla (no es una excentricidad, es mi método por excelencia). Seguí con los pimientos, pero no me quité las gafas. Poseída por el síndrome “bailo mientras cocino” al mejor estilo Arguiñano, terminé cocinando como para alimentar más bocas que el piquetero en Puerto Madero.
Luego no comí. Luego se me fueron las ganas. ¿Qué hacía ahora con todo ese pollo decorado? ¿Lo volvía a matar? ¿Lo resucitaba? ¿Lo exorcisaba? Estaba comenzando a desesperarme y no tardaría en correr hacia la ventana. Esta vez, con pollo y todo. Un atisbo de sensatez me invadió y decidí que mantendría la dignidad hogareña y el sentido de la organización a salvo de mi autodestructiva soledad doméstica. Por suerte, alguien había inventado el congelador. Ya no volvería a saturarme de hidratos de carbono porque ahora tenía la DDR de proteínas confiscada en el rincón más glacial de mi cocina. Me aclaré a mi misma que me refería a eso que los nutricionistas llaman dosis diaria recomendada. A la República Democrática Alemana ya la habían congelado hacía tiempo y la habían guardado en dos o tres museos todavía más fríos y vacíos que mi nevera.
Entonces volvió mi versión más académica y me quedé pensando en las políticas de la memoria. Me aburrí y llené la bañera con el fin de divertirme un rato. Me preparé un té con limón, me lié un cigarro y me asomé al balcón. Las ventanas del barrio ya no tenían luces, se venía encima la madrugada. Sin embargo, yo ya no estaba desesperada. Había en el aire una sensación de calma. Escribí un cuento y me fui a la cama con sueño. Después de todo, no parecía estar tan mal mi vida congelada...
Esa noche nadie me rompería las bolas. Y en el fondo, yo estaba encantada de que así fuera.

miércoles, 22 de octubre de 2008

III

Nos habíamos ensuciado lo suficiente durante tres noches. Pero yo también me había limpiado: me había despojado de casi todo y se lo había contado. En realidad, no se si se lo conté realmente o si es que imaginé contárselo tantas veces que me lo creo. Pero él entendía, seguro que entendía. Yo no era una que había sido, y eso parecía estar claro.
Su agudo intelecto virginiano lo habría captado. Y eso me agradaba más que cualquier aclaración superficial. Es difícil dar con un sujeto que, además de hacerlo casi todo divinamente, tenga el cerebro decorado con muebles minimalistas de líneas puras y refinadas, brillantes objetos cromados y un suelo ajedrezado de cerámica italiana en blanco y negro. Así me imaginaba el interior de la cabeza de Antón, y estoy segura de que no me equivocaba. El chico era un virgo casi modélico y por eso me gustaba.
Mi cambiante yo geminiano me había llevado a experimentar con casi todo el espectro zodiacal. Me había sumergido hasta el ahogo en el mundo azul de varios cardúmenes soñadores; había luchado en varios encierros taurinos; le había enseñado a dos o tres cangrejos a caminar hacia delante y me había dejado equilibrar, a veces. Pero nunca me había topado con la perfección de la sinapsis virginal entre mis piernas. Y puede que ahí esté el quid de la cuestión. Llevaba 27 años siendo hija de un padre virgo que siempre cuestiona el elemento aire de mi persona, y eso me había dado una comprensión general de este signo solar. Pero después de haber pasado un par de noches con un exponente virginiano mi entendimiento era absoluto.
Había algo respecto a Antón y es posible, entonces, que la culpa fuera de Mercurio. No me siento mal culpando a un planeta tan pequeño. De hecho es un planeta temible y perverso. Quizás sea por tener que padecer más de cerca las radiaciones solares que otros planetas más benévolos, pero eso no lo salva de que haya tenido tanta manía conmigo. Regente del curioso géminis y del analítico virgo, Mercurio representa la percepción intelectual de la realidad y la interacción del sujeto con el mundo a través del conocimiento. Capacidad de análisis y espíritu crítico ante los acontecimientos. Virgo y géminis son similares en agilidad mental y rapidez, y capaces de ganar convincentemente todas las discusiones. Cualquier manual esotérico lo corrobora. Yo llevaba más de una década buscando el triunfo argumentativo sobre mi padre, y últimamente lo estaba consiguiendo. Será por eso que puedo hablar con conocimiento de causa de una exasperante tendencia critico-analítica y una escrupulosa discriminación, aunque con el tiempo he comprendido que los mercurianos no estamos hechos para soportar el mismo tipo de análisis crítico que aplicamos a los demás. Y eso no por no ver las debilidades propias, si no por verlas con demasiada riqueza de detalles.
En fin, Antón y yo estábamos regidos por el inquieto Mercurio. Todavía no habíamos discutido, pero nos habíamos enredado en una cama. Estaba claro que los dos éramos de esos que andan siempre buscando la respuesta, pero mi elemento aire me llevaba siempre volando al mundo de las abstracciones y su elemento tierra dejaba al chico siempre en el terreno de lo práctico. Yo, una Maga atravesando ideas como si fueran puentes. El, un Auguste Dupin tratando de llegar al meollo de la cuestión. Yo, una fumadora, de las que tapan las quemaduras de cigarrillos con los almohadones y esconden la ropa desordenada debajo de la cama. El, un detallista nato. Seguro lo habría notado. Pero lo mismo que me tranquiliza como hija también me tranquiliza como amante, y es que sé, secretamente, que el ojo crítico con que me mira es el mismo con el que se mira a si mismo. Y eso a mí me vale.
Antón era como mi padre, sí, y con todo lo que eso implica para la escuela del psicoanálisis. Solo que Antón escuchaba una depurada música electrónica, mientras mi viejo se encerraba a escuchar a los Beatles durante su pubertad y hoy es un aficionado escucha a puertas abierta de El gusto es Nuestro. (El gusto es suyo). En este punto, no es muy difícil adivinar que la cosa también era mental, señores, y la culpa era de Mercurio. Doblemente culpable. Porque puedo adivinar la posición del temible planeta enano en dirección a mi ventana. Enrojeciendo con su calor los tejados. Enrojeciendo la habitación. ¿O era mi lámpara saunesca de 1,99 del IKEA? No, definitivamente era Mercurio. El muy cabrón había calculado esa noche las coordenadas de mi ventana y había puesto la totalidad de su poca gravedad sobre mi cama. Aunque no creo que haya sido capaz de producir semejante tsunami energético él solito. Vaya a saber que cómplices había tenido. Me aventuro a pensar que fueron dos. El segundo y el cuarto planeta. Metáforas aparte, Marte y Venus también andaban por ahí dando vueltas y apuntando a mi ventana la noche que cumplí 27. No echemos las culpas a astros más lejanos.
Pero antes del poltergeist yo era consciente ya de su condición astrológica. Facebook me había contado que el chico había nacido faltando catorce días para el otoño boreal. Y siempre que lo veía o nos abordábamos en algún conversación histérica vía chat en medio del tedio laboral yo podía corroborar el dato. El chico era un virgo de manual. La sutileza e inteligencia de su humor, tan dignas de un británico, se estaban volviendo adictivas y sus sugestivas observaciones al margen se estaban volviendo centrales. (Será que nunca puedo evitar no detenerme en una nota al pie. Y soy de las que las ponen. También). ¡Ay, ese especial encanto mercuriano tan difícil de resistir! Sofista nato, podía andar y desandar una conversación caminando sobre las más agudas de las ironías. Antón no se ponía nunca en evidencia y era un maestro en el arte de la seducción sutil, amo y señor de un excitante y a la vez tranquilo modo de flirtear. La regla: un estimulante interés distante. Un dandy con refinado talento de actor. Así era mi Antón, solo que con jeans y sin Martini.
Y aquí tengo que decir que solamente hay tres cosas que pueden hacerme perder la cabeza por un hombre, si y solo sí, se presentan todas juntas y son secundadas por un polvo fantástico. Claro está. Y es que exijo una serie de requisitos antes de que un fulano se meta en mi cama. Se trata de una triple asociación no tan simple de encontrar en los tiempos que corren: la primera relación es entre inteligencia e ironía, la segunda entre ironía y sentido del humor, que no es lo mismo que contar bien un chiste. Digamos que se trata de una relación transitiva, para ponerlo en términos matemáticos. Y debo admitir que el chico completaba los requisitos con creces.
Había algo respecto a Antón. Un algo que se metió dentro de mi una noche de verano y desde entonces, creo haberlo descifrado. Un polvo de los buenos -combinación planetaria adecuada de por medio- puede otorgarnos el don de la comprensión. Después de todo, el orgasmo es la única manifestación física de la inmortalidad. Es el sentirse vivo contra todo al tiempo que no se opone ninguna objeción si hay que dejarse morir. Segundos en los que no importa nada, y es realmente entonces cuando se llega a entender todo. En mi caso, tengo la suerte de que esos segundos son siempre largos, intensos y recurrentes. Intensos. ¡Y el chico me había regalado tantos instantes de fogosa inmortalidad comprensiva!
Era nuestra primera noche juntos y nos habíamos conectado exitosamente en una cama. Habíamos encajado en todas las posiciones. Nos habíamos escrutado mutuamente hasta límites insospechados. Me gustaba su sexo, a él el mío. Se la había chupado de maravilla. El no tanto. Yo dije “genial”, el dijo “muy rico”. Yo me reí, me gustó su respuesta. No esperaba verlo reaccionar con extáticas manifestaciones de entrega. Esa forma de comunicación folletinezca y edulcorada deja frío a un chico virgo. Y aburre terriblemente a una mujer géminis -que no cunda el pánico-. Su adorable intervención venía entonces a confirmarme la culpabilidad de Mercurio. Estaba ante un sujeto que vivía casi completamente en un nivel material y práctico, y que en apariencia daba poco crédito a las abstracciones. Sin embargo, ahora tenía ante mí un importante problema teórico. Sabía de antemano que tendría que hacer un gran esfuerzo para llevarle hasta algún lugar que se aproxime al umbral de una relación hombre-mujer. Yo solo quería quedarme en el felpudo, pero de todos modos tendría que esforzarme...
Otra noche. Otros polvos. Las sábanas rojas estaban ya ennegrecidas de rimel y humedecidas por sustancias varias. El tomaba cerveza. A mi no se me hubiera ocurrido abandonar el ron. Nos examinábamos. Nos auscultábamos. A veces nos alejábamos. Nos metíamos en conversaciones y las abandonábamos para masajearnos la lengua un rato. Luego abrió la boca y me soltó unas reglas. ¡Vaya exponente más evolucionado que me había tocado! Ahí estaba la gran palabra virginal matándose de risa en mi cama. Lo reglado metiéndose en los pliegues ondulados de mi sábanas sin planchar. No solo había maquillaje, sudor y esperma. Ahora había reglas. ¡Con lo mal que interpreto yo los reglamentos! El chico se había auto-impuesto una serie de pautas que, en resumidas cuentas, se reducían a follar todo lo que más pueda sin compromiso alguno. Ya había tenido su dosis de amor monogámico y atravesaba con aparente éxito la fase post-ruptura, más conocida como “el amor es una mierda”. Su estatuto no me pareció tan malo. Estadísticamente hablando, sus reglas me beneficiaban. Yo había pasado por casi todos los pre, los post y los mientras tanto, y también quería follar todo lo que más pueda. Solo que todavía no tenía bien claro qué clase de mierda era el amor. Y había perdido toda prisa por averiguarlo.
Quizás no sea el mejor ejemplo. Quizás -y no tengo ninguna duda- el chico solo buscaba el modo de evitar con esa declaración el tener que contestar un mensaje dulzón a la semana siguiente. (No soy de esas, Antón). Solo vengo a resaltar el uso de la palabra "regla". Incluso otras frases salidas de su boca ya me lo habían confirmado. Y es que un hombre virgo acepta pautas disciplinarias en varios aspectos de su vida, aunque, en la mayoría de los casos, no sabe explicar el por qué de tal sometimiento. ¡Las veces que se lo habrá preguntado mi madre! Les parece natural aceptar el destino sin rebelarse. Y si los dioses deciden que son tiempos de sexo violento y desapegado para mi virginiano, el estará dispuesto a aceptarlo sin demasiados traumas emocionales. La autodisciplina es parte de la naturaleza de este signo solar. Yo ya la había padecido con mi padre y ahora la estaba padeciendo de nuevo. ¡Vaya sorpresa! Un par de meses después, Mercurio había metido la nariz y lo que antes era infracción volvía a ser regla: aparentemente Antón había sido recapturado por las garras siempre desafiladas de la monogamia. (Capítulo aparte). Lo importante es que era un chico fiel a sus auto-proclamados principios y estaba claro que tendría que armarme de paciencia. No porque no acepte sus reglas, sino porque soy, en esencia, una anárquica de mierda.
Todavía no se si Antón es de los virginianos que leen el prospecto de las medicinas antes de tomarlas, son hipocondríacos, usan siempre la misma marca de aftershave o aprietan desde abajo el tubo de pasta dental. Creo que es de los que, como mi viejo, tienen preocupaciones interiores tan grandes que los convierten en adorables seres desaliñados y desordenados que casi siempre visten de oscuro. Y la tranquila expresión de mi chico solo venía a esconder sus más rebuscadas inquietudes. También sé que, como todo virginiano, tiene hábitos y que, si no los cumple, no duerme tranquilo. En mi casa digamos que durmió poco, pero como un niño. Sin embargo, ahora me pregunto si es que habré pecado de autoritaria cuando la primera mañana que nos despertamos juntos, y mientas miraba como me vestía, me preguntó con algún dejo de desconcierto si es que no íbamos a desayunar. ¿Acaso es el desayuno uno de sus hábitos? Por esos días, yo desayunaba en el bar de al lado de la oficina, y atentando contra mi presupuesto diario, solo por el hecho de remolonear 15 minutos más y de tener luego una excusa para escabullirme un rato. Esa mañana se me había hecho tarde y, como de costumbre, no encontraba las llaves. Así que le metí prisa y nos despedimos con un poco de vergüenza en la esquina. Espero no haber sido cruel. Ahora, que ya no desayuno rodeada de aburridos hombres con traje ni programo la opción repetir en la alarma del despertador, me gustaría que tomásemos un café desnudos en mi ventana y, si hace algún frío, que volvamos a la cama. Esta vez sin reglas y con pijamas.

Las cosas como son. Me había desnudado ante un hombre excepcionalmente complejo y eso me fascinaba. ¿Un padre virginiano del tercer decanato dispuesto a perpetuarse? ¿Una compenetración cósmica de la ostia? Voy a decantarme por la segunda opción antes que asumir públicamente un complejo de Electra y darle la razón a Carl Jung. Me inclino por las explicaciones basadas en la observación de la posición y el movimiento de los astros. No se trata de una posición científica, claro está. Pero, después de todo, el mismísimo Popper tomó al psicoanálisis como ejemplo de pseudociencia y eso confiere a mi elección una dosis de autoridad. Y no la pienso desperdiciar.


(Aunque solo me valga para cagarme con más ganas en Mercurio y en mi puta tendencia crítico-analítica, que siempre me lleva a conclusiones insospechadas.
Definitivamente, el chico me gustaba).

sábado, 11 de octubre de 2008

II

- Bueno, avísame por sí o por no, así, si es que no, hago planes.
- Vale, yo te llamo.

Encendí un cigarro. Había telefoneado a Antón, y me había cogido el teléfono. Después de todo mi pánico escénico frente a su álgido nombre en la pantalla de mi móvil. Después de todas las cavilaciones sobre el teorema de la causa y el efecto. Después de la duda tan poco virtuosa. Después de dos meses y medio.
Ha sido cruel. El chico no, en absoluto. La crueldad es de los preludios, de las esperas, de la suma de los números que marcan la hora del llamado. La crueldad es autoinfringida, pero no por ello menos mediada por causas externas. En este sentido, sostengo –y actualizo permanentemente- una hipótesis al respecto, que bien podría subsumirse en la lógica cultural de la globalización, como bien lo es el posmodernismo. Sin embargo, no voy a ponerme a hablar aquí de algo que tanto debate da a los filósofos, porque no es la intención.
(Que se apañen solos).
El problema está en las nuevas formas de comunicación o, mejor dicho, entre los canales que median entre emisor y receptor –aunque algunos emisores y receptores en particular suelan presentar algunos problemas específicos del género. Podríamos caracterizar a esta humilde teoría de un modo alegórico, y decir que se trata de “el amor en los tiempos del facebook”. Haré aquí algunas precisiones al respecto: el uso del concepto amor bien puede entenderse como piedra angular de la metáfora, y no como un deseo íntimo -y no poco desdeñable- de la que escribe. En los tiempos del facebook, la gente no se muere de cólera ni se escribe cartas ni va a buscar a su casa a quien quiere encontrar. En estos tiempos de tanta cólera venérea la gente se muere de ignorancia.
(Y la ignorancia mata al hombre, pero devora a la mujer).
Todas las relaciones están allí, en esa especie de panóptico social en que nos hemos metido, señoras y señores. Hablo aquí de ese tipo de relaciones en extinción que son las relaciones personales, y también de ese subtipo relacional que se estructura alrededor de fines exclusivamente sexuales. El sujeto-objeto se revela entonces omnipresente y aparentemente abordable de diversos y accesibles modos. (A fin de evitar herir susceptibilidades, diré que denomino así a la persona con la cual se quieren canalizar uno –o varios- impulsos sexuales). Y aquí viene una hipótesis subsidiaria: los hombres del nuevo siglo llevan, con estos avances tecnológicos, una considerable ventaja por sobre nosotras, muchachas. No es que lo diga yo. Estas preocupaciones me han llevado a constatar las sospechas mediante un trabajo de campo exhaustivo. En este sentido, son muchas las individuas cuyos datos obtenidos en la barra de algún bar revelan la pertinencia de estos postulados.
Tienes su número de móvil en tu tarjeta SIM y él tiene tu número en la suya. Pero es que últimamente las tarjetas SIM suelen funcionar dentro de unos aparatos tan perversos que dan miedo. Te dejan saber siempre quién te llama y, por lo tanto, corres con la ventaja de decidir a quién regalar un hola de lo más simpático y a quién no. Pero cuando la que llama es una, vaya aparato más hijo de puta: ¡es capaz de revelar tu identidad! Eso, suponiendo que una es de esas chicas que van al frente y que nunca llaman con identidad oculta. A partir de aquí, el abanico de opciones se reduce a: a) al chico le apetece un revolcón ese día -o en alguna fecha próxima- y entonces después del tono oyes un inexpresivo “dime”; o, b) el chico planea jugar al baloncesto, currar hasta medianoche o no verte nunca más en su vida. En cualquiera de los tres casos, su móvil sonará hasta que salte la casilla de mensajes. Podríamos aquí pensar que la persona que ejecuta la llamada deja un mensaje en el contestador y especular, entonces, con las consecuencias que dicho recado ocasionaría. Sin embargo, optamos por el camino más corto y colgamos. Seguro que nos devolverá la llamada y, en caso contrario, no hay duda de que habrá otra forma de contactar con el chico en el vasto mundo de las redes comunicativas.
Transcurridos centenares de minutos, o incluso días, y sin haber recibido el debido y necesario acuse de recibo de aquella nefasta llamada (el tiempo dependerá del grado de ansiedad de la mujer en cuestión), te decides a enviar un mensaje de texto. Después de todo, ¿qué puede tener de malo intentar contactar, no? Tras tal trascendente decisión, una -si está sobria-, se lo piensa seriamente, y entonces mide las palabras y las consecuencias que podrían acarrear dichas palabras. Abreviadas, así se dice más. Pero la situación deviene compleja si una ya va pasada, y entonces no mide nada. Y debo admitir que yo pierdo más a menudo el centímetro que cualquier costurera distraída.
(La culpa es del ron, Antón).
Volviendo al mensaje enviado -sea cuál fuera su calaña-, puedo dar crédito, después de haber escrutado hasta la obsesión experiencias propias y ajenas, a una terrible conclusión. Un hombre no contestará un mensaje de texto a menos que en el mismo haya una pregunta explícita, de contenido sexual o humanitario –leáse, “he tenido un accidente con el coche, puedes ayudarme?”, y ello si es que a la pregunta pretende contestar afirmativamente. Si para el tío es un no claro, rotundo y contundente, no habrá respuesta. Y en este punto cabría decir que puede ser un no por causas mayores como jugar al baloncesto, lo cual es lícito, saludable y hasta perdonable; o podría ser un no porque realmente al sujeto no le apetece. La cosa es que el no claro, rotundo y contundente, tan temido en la bandeja de entrada, comienza a ser una palabra desesperadamente anhelada ante una seguidilla de vacíos comunicativos.
Son varios los estudios provenientes de diversas disciplinas que vienen a confluir en las características peculiares de la mente masculina, y no es mi intención aquí repetir tales aseveraciones dignas tanto de un artículo científico como de una nota en Cosmopolitan. Solo diré que ante una eminente respuesta negativa, el macho tiende a creerla no necesaria y, por lo tanto, incuestionable frente a cualquier reclamo futuro por parte de la hembra. Además, y en la mayoría de los casos, el hombre tiende naturalmente a evitar lo que algún lóbulo de su cerebro le presenta como el hecho de tener que verse sometido a dar una magnánima explicación.
(He aquí la gran paranoia masculina).
Pero, dadas las mencionadas características particulares del hombre posmoderno, vengo yo a preguntarme –y a ver si alguien me lo aclara- hasta qué punto es lícito –y más aún, legítimo- insistir ante la falta de respuesta. El derecho a la información está consagrado en todas las constituciones democráticas del mundo, y no voy a permitir que se me lo niegue. Lo normal en todo este asunto sería obtener algún tipo de respuesta, no importando en este punto las consecuencias morales de la misma. Pero parece que los chicos de la era de la información carecen de una adecuada formación en Teoría de la Comunicación. Y aquí podría esbozar que esa carencia suele ser mucho más acuciante en aquellos cuyos perfiles profesionales más se relacionan con las artes de la comunicación. Pero, ¿desde cuándo una tiene que sufrir esa paranoia de estar agobiando al sujeto objeto del deseo? ¿Desde cuándo resulta tan odioso el proceso previo a la decisión de establecer cualquier tipo de contacto a través de dispositivos electrónicos con el sujeto-objeto?
Ahora bien, algo en apariencia menos agobiante en sus consecuencias, tanto para un sexo como para el otro, son los contactos efectuados mediante aplicaciones informáticas y a través de Internet. Todo sucede porque la gente, cuando se conoce, se ofrece mutuamente su dirección de correo electrónico como medio de mantener y/o estrechar tan amable contacto. Pero esa simple acción puede terminar convirtiéndose en otro arma de doble filo para la integridad femenina. Ahora tenemos al sujeto en nuestra ventana de chat, exactamente del otro lado. Sin embargo, esa inicial exactitud de la presencia virtual deviene en manto de sombra detrás de eso que se ha dado en llamar “estado”. Nunca sabes si el No disponible revela realmente una no disponibilidad total, o si es más bien una costumbre del muchacho. Por lo tanto nunca se tiene la seguridad de que vaya a contestar. Seguro está trabajando, o tomándose unas cañas, o mirando la tele mientras cena. Puede estar haciendo cualquiera de esas y otras muchas cosas, y puede contestar. O no. Y hemos visto ya cuánto más probable es la segunda opción. Lo trágico es la lucha interna entre el desparpajo cachondo contra el “qué pensará” dando vueltas en la cabeza de una mujer. Lo terriblemente trágico es tener que reprimirse por no agobiar.
Pero peor nos lo han puesto con esa maravillosa y adictiva red social que es Facebook. No solo somos incapaces de comunicarnos con el sujeto-objeto a través de una red de telefonía móvil, sino que Internet nos pone al tanto de todo lo que él cree que lo constituye como persona. Entonces un día una se encuentra con que el muchacho es fan de Richard Linklater y se dice a sí misma que molaría discutir sobre los procesos de la memoria en TAPE disfrutando de su compañía, ron de por medio y tres sucios polvos como epílogo. Pero otro día sale a la luz la excentricidad virginiana del chico y una se entera de que se está subastando entre una decena de chicas con grandes chances a la hora del remate. Y la competencia incita, claro está. No sabemos la verosimilitud de lo que está detrás, pero toda la información a la que tenemos acceso, solo viene a potenciar las ganas de otro buen polvo.
(O tres. Ese es mi número).
Y aquí volvemos al punto inicial: ¿cómo comunicarle al sujeto que sólo queremos follar? Si vimos ya lo mínimamente probable de una devolución concreta; si dicha ausencia de respuesta genera ciclos repetitivos de demanda; si, tal como dijo Keynes, el exceso de demanda tiende invariablemente a subir los valores de la oferta: ¿qué opción queda, entonces, para propiciar un coito ejemplar? Se me ocurre, como último acto de arrojo, la presentación en su domicilio postal, al mejor estilo Paz Vega en Lucía y el Sexo. Pondría una de mis mejores caras en escena y le explicaría, paso a paso, todas estas cuestiones a fin de que pueda comprender lo imprescindible que me resulta su roce. Su roce con aire. Los agujeros de su respiración como ventosas en mi piel sudorosa. Le comentaré algo de mi ansiedad, o simplemente obviaré la locura y me iré a casa volando bajito (y ese es un decir algo más que figurativo) a encontrarme con mi escurridizo yo coherente. Porque el chico estaría en todo su derecho de darme una patada en el medio del culo. Habiendo tantos medios de comunicación a mi disposición, ¿cómo es posible que se me ocurra plantarme en su portal?
(Así soy yo, chaval).
Pero, si es un poco sensible, podría llevarme a la planta de urgencias del instituto psiquiátrico más cercano. Le diré entonces que previendo tal desenlace con respecto a la pérdida progresiva de mis facultades mentales, he contratado un seguro médico privado que lo cubre todo. No tendrá que realizar ninguna gestión extra.
(Muy amable de su parte).
El círculo vicioso no tiene ya salida, excepto la respuesta. No puede imaginarse el lector masculino el daño psicológico-moral que causa a una exponente femenina –máxime si la misma es de perfil obsesivo-compulsivo- la disposición y, peor aún, la utilización de los ya mencionados dispositivos de la nueva era. No creo que mi abuela haya tenido que soportar tales vejaciones. Si le apetecía decir algo a alguien, lo más normal del mundo era ir a verlo a su casa o mandarle un recado con alguien de confianza. Si la doña le quería dar un tinte poético al asunto, una carta con perfume de mujer era la opción más acertada. Y, en tiempos más avanzados, llamar al teléfono de la casa tantas veces como sea necesario hasta encontrar al morador, era una acción que no dejaba registro alguno y, por lo tanto, no tachaba de obsesiva a una mujer empeñada en ser informada. Es entonces cuando una recuerda la alegría y curiosidad que le despertaron los primeros teléfonos celulares y lo sorprendente de abrirse una cuenta de una cosa en Internet que servía para hablar escribiendo. Pero pasados los veinticinco, un día descubres que el móvil 3G que más refleja tu personalidad con su diseño y tu ADSL de 20 megas han venido a tu vida a complicártelo todo.
(El sexo lo es todo)
Dicho lo dicho, es hora de que el lector sepa que la contracara de toda esta verborragia literaria no es nada más ni nada menos que una mujer que quiere que le digan Si o No. En primer lugar, porque no pueden imaginarse todas las cosas que debe pensar una mujer antes de echarse un buen polvo. Obviamente que eso no sucede con el sexo casual, pero si esperas a alguien, los factores a tener en cuenta a la hora de decidir un posible apareamiento son varios. Entre ellos, y uno de los principales, que las ingles no sean francesas y sean brasileñas. O que sigan siendo lo suficientemente tropicales sin llegar a ser selváticas. Y ello teniendo en cuenta que hasta poder volver a sufrir tal padecimiento, tienen que ver la luz horribles y amenazantes puntitos negros, y luego el acechante vello.
(Ayyyyy!!! Han pasado tres semanas).
En este punto, y prestando atención a la evolución del folículo piloso, cualquiera puede comprender que una mujer (o cualquier sujeto que se someta a sesiones depilatorias) pasa solo una pequeña parte del tiempo que demora el ciclo de crecimiento del vello perfectamente depilada. Y la insistencia en la oportunidad del momento no es solo por coquetería, ni mucho menos por complacer al compañero. Tengo, en esos días, una flor mucho más sensible a cualquier cosa que se quiera posar sobre ella.
(Egoísmo puro y duro, sí señor).

Y esta noche, amigos, estoy más brasileña que Sonia Braga y he hablado con Antón.
Él me llamaría y yo haría mis planes. En definitiva, las alternativas se reducían a uno o varios polvos de los buenos con el sujeto-objeto o a mis clásicas tres P: pizza, peli y peta.

(Tocaba ahora la crueldad de la espera).

¡Ay mi vida sin Antón!

martes, 12 de agosto de 2008

I

Mi vida sin Antón. Es un buen título para comenzar una buena historia, solo que no estoy segura de que esta sea la historia que un lector ávido de novedades se digne a leer con entusiasmo. No estoy segura, primero, porque no creo que se trate aún de una historia. Podría serlo en unos meses, o en unas horas, cuando de por hecho que el chico de la respiración tan... tan... uff, cuando de por hecho que el chico en cuestión ya no quiere volver a meterse conmigo en esa sede de fluidos y demonios que son mis sábanas rojas.
Segundo, porque nada de lo que tenga que ver con el chico de las dotes respiratorias es tan importante como para ser contado. De hecho no lo es, y no se por qué tengo la necesidad de contarlo entonces.
Debería dar aquí tres razones, que es el número de puntos por los que transita cualquiera que quiera explicar una cosa aplicando el método deductivo. Lo curioso es que mis deducciones comienzan a mostrarse obsoletas y mis inductivismos cada vez más obsesivos. Es lo que tienen las cosas que comienzan con “ob”. Desde la mágica practicidad de un ob hasta la perversión de lo obsceno. Pasando por la obsecuencia y por las líneas oblicuas del cuerpo del fulano.
La cosa es que no tengo más razones que una sucesión de buenos polvos que tampoco es tan vasta. Tres noches. Tres putas noches y yo escribiendo desde los confines de mi sofá todo aquello a lo que se ha reducido “mi vida sin Antón”.
Y voy a empezar hablando de él, aunque podría hablar de mí. Sin embargo, considero que aprenderá mucho de mí quien sepa comprender la urgencia que reviste escribir estas líneas pensando en Antón. Se preguntará alguna mente retorcida si se trata de un seudónimo que enmascara algún otro nombre del montón. Pero debo admitir que, tratándose de un nombre tan bello, no puedo resistir la tentación de decir que el hombre en cuestión sí se llama Antón, detalle muy importante teniendo en cuenta lo sexy que resulta esa tilde posando sobre la o en mi garganta cuando el hombre se posa sobre mis aes.
No tengo bien claro de dónde es: entorno social sevillano con acento gaditano resulta un puzzle difícil de resolver entre la maraña de cosas triviales que me intrigan acerca de su persona. Sé que lo conocí a través de otro al que ya dediqué unas cuantas líneas. Dije que no iba a hablar de mi, pero quizás sea oportuno aclarar que si bien me cuesta mucho “enamorarme” –y aquí cabría una nota al pie aclaratoria de la manera en que entiendo el amor, que puede ser exactamente contraria a lo que suele entenderse por amor en la jerga literaria-, cada vez que caigo presa de algún enamoramiento ocasional y, por lo general, ficticio, lo vivo como si fuera el último. Y, por supuesto, lo escribo y lo des-cribo.
Cuando lo conocí estaba tan obnubilada por los aires bohemios a lo Max Estrella de ese que necesita un capítulo aparte, que no reparé en el chico de los ojos chinos y el pecho más ibérico del mundo. Aunque debo admitir que por ese entonces los gajes del deporte le habían jugado una mala pasada que se reflejaba en el morado intenso de su ojo izquierdo. Y entonces me imaginé lo sexy que resultaría el sujeto con el otro ojo a juego. Pero solo quedó en un pensamiento aleatorio y las cañas esporádicas siguieron marcando el ritmo de nuestros encuentros. La verdad es que el chico me caía muy simpático y por eso el día fatídico de mi cumpleaños número 27 no opuse resistencia a su ocasional compañía. Una copa después, su modo de estar cerca me resultaba cada vez más irresistible.
Hablo del ron, particularmente de uno añejo fabricado en la República Dominicana por un tal Don Andrés desde 1888. Debe ser esa historia que tengo con los ochos o realmente se trata de un ron Brutal. Pero esa noche descubrí los poderes mágicos de aquella poción al tiempo que iba advirtiendo, entre risas y canciones, las ganas que tenía de que suceda lo obvio. Porque era obvio que sucediese, se respiraba tensión en el ambiente y estábamos como niños postergando una inminente cópula con absurdas últimas copas.
Y entonces la frase más tonta bastó para que el niño me abrace y para que la zorra que escribe se deje abrazar. Si en ese momento algún sistema meteorológico de los de antaño hubiese medido la temperatura del distrito, hubieran explotado varios tubos de mercurio. Todo se volvió rojo, todo se volvió naranja. Solo los azules vinieron con las miradas y los amarillos venían cada vez que me dejaba notar su aliento. El abrazo duró un tiempo inescrutable que no soy capaz de contabilizar bien como un instante, bien como un momento breve. Digamos que duró lo necesario como para que ese acercamiento de lo más infantil terminara como uno de los polvos más memorables de mi vida.
Al respecto, me considero una chica entendida en la materia y, sobre todo, una chica muy dispuesta. Los menesteres del sexo son siempre sabrosas aventuras para deleitar mis bajas pasiones. Y Antón estaba ahí, respirándome al oído mientras la brutalidad de ese ron añejo ponía en escena mis más variadas perversiones.