miércoles, 22 de octubre de 2008

III

Nos habíamos ensuciado lo suficiente durante tres noches. Pero yo también me había limpiado: me había despojado de casi todo y se lo había contado. En realidad, no se si se lo conté realmente o si es que imaginé contárselo tantas veces que me lo creo. Pero él entendía, seguro que entendía. Yo no era una que había sido, y eso parecía estar claro.
Su agudo intelecto virginiano lo habría captado. Y eso me agradaba más que cualquier aclaración superficial. Es difícil dar con un sujeto que, además de hacerlo casi todo divinamente, tenga el cerebro decorado con muebles minimalistas de líneas puras y refinadas, brillantes objetos cromados y un suelo ajedrezado de cerámica italiana en blanco y negro. Así me imaginaba el interior de la cabeza de Antón, y estoy segura de que no me equivocaba. El chico era un virgo casi modélico y por eso me gustaba.
Mi cambiante yo geminiano me había llevado a experimentar con casi todo el espectro zodiacal. Me había sumergido hasta el ahogo en el mundo azul de varios cardúmenes soñadores; había luchado en varios encierros taurinos; le había enseñado a dos o tres cangrejos a caminar hacia delante y me había dejado equilibrar, a veces. Pero nunca me había topado con la perfección de la sinapsis virginal entre mis piernas. Y puede que ahí esté el quid de la cuestión. Llevaba 27 años siendo hija de un padre virgo que siempre cuestiona el elemento aire de mi persona, y eso me había dado una comprensión general de este signo solar. Pero después de haber pasado un par de noches con un exponente virginiano mi entendimiento era absoluto.
Había algo respecto a Antón y es posible, entonces, que la culpa fuera de Mercurio. No me siento mal culpando a un planeta tan pequeño. De hecho es un planeta temible y perverso. Quizás sea por tener que padecer más de cerca las radiaciones solares que otros planetas más benévolos, pero eso no lo salva de que haya tenido tanta manía conmigo. Regente del curioso géminis y del analítico virgo, Mercurio representa la percepción intelectual de la realidad y la interacción del sujeto con el mundo a través del conocimiento. Capacidad de análisis y espíritu crítico ante los acontecimientos. Virgo y géminis son similares en agilidad mental y rapidez, y capaces de ganar convincentemente todas las discusiones. Cualquier manual esotérico lo corrobora. Yo llevaba más de una década buscando el triunfo argumentativo sobre mi padre, y últimamente lo estaba consiguiendo. Será por eso que puedo hablar con conocimiento de causa de una exasperante tendencia critico-analítica y una escrupulosa discriminación, aunque con el tiempo he comprendido que los mercurianos no estamos hechos para soportar el mismo tipo de análisis crítico que aplicamos a los demás. Y eso no por no ver las debilidades propias, si no por verlas con demasiada riqueza de detalles.
En fin, Antón y yo estábamos regidos por el inquieto Mercurio. Todavía no habíamos discutido, pero nos habíamos enredado en una cama. Estaba claro que los dos éramos de esos que andan siempre buscando la respuesta, pero mi elemento aire me llevaba siempre volando al mundo de las abstracciones y su elemento tierra dejaba al chico siempre en el terreno de lo práctico. Yo, una Maga atravesando ideas como si fueran puentes. El, un Auguste Dupin tratando de llegar al meollo de la cuestión. Yo, una fumadora, de las que tapan las quemaduras de cigarrillos con los almohadones y esconden la ropa desordenada debajo de la cama. El, un detallista nato. Seguro lo habría notado. Pero lo mismo que me tranquiliza como hija también me tranquiliza como amante, y es que sé, secretamente, que el ojo crítico con que me mira es el mismo con el que se mira a si mismo. Y eso a mí me vale.
Antón era como mi padre, sí, y con todo lo que eso implica para la escuela del psicoanálisis. Solo que Antón escuchaba una depurada música electrónica, mientras mi viejo se encerraba a escuchar a los Beatles durante su pubertad y hoy es un aficionado escucha a puertas abierta de El gusto es Nuestro. (El gusto es suyo). En este punto, no es muy difícil adivinar que la cosa también era mental, señores, y la culpa era de Mercurio. Doblemente culpable. Porque puedo adivinar la posición del temible planeta enano en dirección a mi ventana. Enrojeciendo con su calor los tejados. Enrojeciendo la habitación. ¿O era mi lámpara saunesca de 1,99 del IKEA? No, definitivamente era Mercurio. El muy cabrón había calculado esa noche las coordenadas de mi ventana y había puesto la totalidad de su poca gravedad sobre mi cama. Aunque no creo que haya sido capaz de producir semejante tsunami energético él solito. Vaya a saber que cómplices había tenido. Me aventuro a pensar que fueron dos. El segundo y el cuarto planeta. Metáforas aparte, Marte y Venus también andaban por ahí dando vueltas y apuntando a mi ventana la noche que cumplí 27. No echemos las culpas a astros más lejanos.
Pero antes del poltergeist yo era consciente ya de su condición astrológica. Facebook me había contado que el chico había nacido faltando catorce días para el otoño boreal. Y siempre que lo veía o nos abordábamos en algún conversación histérica vía chat en medio del tedio laboral yo podía corroborar el dato. El chico era un virgo de manual. La sutileza e inteligencia de su humor, tan dignas de un británico, se estaban volviendo adictivas y sus sugestivas observaciones al margen se estaban volviendo centrales. (Será que nunca puedo evitar no detenerme en una nota al pie. Y soy de las que las ponen. También). ¡Ay, ese especial encanto mercuriano tan difícil de resistir! Sofista nato, podía andar y desandar una conversación caminando sobre las más agudas de las ironías. Antón no se ponía nunca en evidencia y era un maestro en el arte de la seducción sutil, amo y señor de un excitante y a la vez tranquilo modo de flirtear. La regla: un estimulante interés distante. Un dandy con refinado talento de actor. Así era mi Antón, solo que con jeans y sin Martini.
Y aquí tengo que decir que solamente hay tres cosas que pueden hacerme perder la cabeza por un hombre, si y solo sí, se presentan todas juntas y son secundadas por un polvo fantástico. Claro está. Y es que exijo una serie de requisitos antes de que un fulano se meta en mi cama. Se trata de una triple asociación no tan simple de encontrar en los tiempos que corren: la primera relación es entre inteligencia e ironía, la segunda entre ironía y sentido del humor, que no es lo mismo que contar bien un chiste. Digamos que se trata de una relación transitiva, para ponerlo en términos matemáticos. Y debo admitir que el chico completaba los requisitos con creces.
Había algo respecto a Antón. Un algo que se metió dentro de mi una noche de verano y desde entonces, creo haberlo descifrado. Un polvo de los buenos -combinación planetaria adecuada de por medio- puede otorgarnos el don de la comprensión. Después de todo, el orgasmo es la única manifestación física de la inmortalidad. Es el sentirse vivo contra todo al tiempo que no se opone ninguna objeción si hay que dejarse morir. Segundos en los que no importa nada, y es realmente entonces cuando se llega a entender todo. En mi caso, tengo la suerte de que esos segundos son siempre largos, intensos y recurrentes. Intensos. ¡Y el chico me había regalado tantos instantes de fogosa inmortalidad comprensiva!
Era nuestra primera noche juntos y nos habíamos conectado exitosamente en una cama. Habíamos encajado en todas las posiciones. Nos habíamos escrutado mutuamente hasta límites insospechados. Me gustaba su sexo, a él el mío. Se la había chupado de maravilla. El no tanto. Yo dije “genial”, el dijo “muy rico”. Yo me reí, me gustó su respuesta. No esperaba verlo reaccionar con extáticas manifestaciones de entrega. Esa forma de comunicación folletinezca y edulcorada deja frío a un chico virgo. Y aburre terriblemente a una mujer géminis -que no cunda el pánico-. Su adorable intervención venía entonces a confirmarme la culpabilidad de Mercurio. Estaba ante un sujeto que vivía casi completamente en un nivel material y práctico, y que en apariencia daba poco crédito a las abstracciones. Sin embargo, ahora tenía ante mí un importante problema teórico. Sabía de antemano que tendría que hacer un gran esfuerzo para llevarle hasta algún lugar que se aproxime al umbral de una relación hombre-mujer. Yo solo quería quedarme en el felpudo, pero de todos modos tendría que esforzarme...
Otra noche. Otros polvos. Las sábanas rojas estaban ya ennegrecidas de rimel y humedecidas por sustancias varias. El tomaba cerveza. A mi no se me hubiera ocurrido abandonar el ron. Nos examinábamos. Nos auscultábamos. A veces nos alejábamos. Nos metíamos en conversaciones y las abandonábamos para masajearnos la lengua un rato. Luego abrió la boca y me soltó unas reglas. ¡Vaya exponente más evolucionado que me había tocado! Ahí estaba la gran palabra virginal matándose de risa en mi cama. Lo reglado metiéndose en los pliegues ondulados de mi sábanas sin planchar. No solo había maquillaje, sudor y esperma. Ahora había reglas. ¡Con lo mal que interpreto yo los reglamentos! El chico se había auto-impuesto una serie de pautas que, en resumidas cuentas, se reducían a follar todo lo que más pueda sin compromiso alguno. Ya había tenido su dosis de amor monogámico y atravesaba con aparente éxito la fase post-ruptura, más conocida como “el amor es una mierda”. Su estatuto no me pareció tan malo. Estadísticamente hablando, sus reglas me beneficiaban. Yo había pasado por casi todos los pre, los post y los mientras tanto, y también quería follar todo lo que más pueda. Solo que todavía no tenía bien claro qué clase de mierda era el amor. Y había perdido toda prisa por averiguarlo.
Quizás no sea el mejor ejemplo. Quizás -y no tengo ninguna duda- el chico solo buscaba el modo de evitar con esa declaración el tener que contestar un mensaje dulzón a la semana siguiente. (No soy de esas, Antón). Solo vengo a resaltar el uso de la palabra "regla". Incluso otras frases salidas de su boca ya me lo habían confirmado. Y es que un hombre virgo acepta pautas disciplinarias en varios aspectos de su vida, aunque, en la mayoría de los casos, no sabe explicar el por qué de tal sometimiento. ¡Las veces que se lo habrá preguntado mi madre! Les parece natural aceptar el destino sin rebelarse. Y si los dioses deciden que son tiempos de sexo violento y desapegado para mi virginiano, el estará dispuesto a aceptarlo sin demasiados traumas emocionales. La autodisciplina es parte de la naturaleza de este signo solar. Yo ya la había padecido con mi padre y ahora la estaba padeciendo de nuevo. ¡Vaya sorpresa! Un par de meses después, Mercurio había metido la nariz y lo que antes era infracción volvía a ser regla: aparentemente Antón había sido recapturado por las garras siempre desafiladas de la monogamia. (Capítulo aparte). Lo importante es que era un chico fiel a sus auto-proclamados principios y estaba claro que tendría que armarme de paciencia. No porque no acepte sus reglas, sino porque soy, en esencia, una anárquica de mierda.
Todavía no se si Antón es de los virginianos que leen el prospecto de las medicinas antes de tomarlas, son hipocondríacos, usan siempre la misma marca de aftershave o aprietan desde abajo el tubo de pasta dental. Creo que es de los que, como mi viejo, tienen preocupaciones interiores tan grandes que los convierten en adorables seres desaliñados y desordenados que casi siempre visten de oscuro. Y la tranquila expresión de mi chico solo venía a esconder sus más rebuscadas inquietudes. También sé que, como todo virginiano, tiene hábitos y que, si no los cumple, no duerme tranquilo. En mi casa digamos que durmió poco, pero como un niño. Sin embargo, ahora me pregunto si es que habré pecado de autoritaria cuando la primera mañana que nos despertamos juntos, y mientas miraba como me vestía, me preguntó con algún dejo de desconcierto si es que no íbamos a desayunar. ¿Acaso es el desayuno uno de sus hábitos? Por esos días, yo desayunaba en el bar de al lado de la oficina, y atentando contra mi presupuesto diario, solo por el hecho de remolonear 15 minutos más y de tener luego una excusa para escabullirme un rato. Esa mañana se me había hecho tarde y, como de costumbre, no encontraba las llaves. Así que le metí prisa y nos despedimos con un poco de vergüenza en la esquina. Espero no haber sido cruel. Ahora, que ya no desayuno rodeada de aburridos hombres con traje ni programo la opción repetir en la alarma del despertador, me gustaría que tomásemos un café desnudos en mi ventana y, si hace algún frío, que volvamos a la cama. Esta vez sin reglas y con pijamas.

Las cosas como son. Me había desnudado ante un hombre excepcionalmente complejo y eso me fascinaba. ¿Un padre virginiano del tercer decanato dispuesto a perpetuarse? ¿Una compenetración cósmica de la ostia? Voy a decantarme por la segunda opción antes que asumir públicamente un complejo de Electra y darle la razón a Carl Jung. Me inclino por las explicaciones basadas en la observación de la posición y el movimiento de los astros. No se trata de una posición científica, claro está. Pero, después de todo, el mismísimo Popper tomó al psicoanálisis como ejemplo de pseudociencia y eso confiere a mi elección una dosis de autoridad. Y no la pienso desperdiciar.


(Aunque solo me valga para cagarme con más ganas en Mercurio y en mi puta tendencia crítico-analítica, que siempre me lleva a conclusiones insospechadas.
Definitivamente, el chico me gustaba).

1 comentario:

Antro dijo...

Lo que leí me pareció talentoso, me sorprendió tanto como en aquellas épocas en que me iba a mi casa casa
Antro (Virginiana desalineada)