lunes, 17 de noviembre de 2008

V

Salí a caminar. A despejarme el bocho. Eso creo. Porque creo, sí. En sus dos acepciones, la de creer y la de crear. La de crear me encierra en casa cual batichica sedentaria. La de creer me arroja de vez en cuando por las calles tan poco geométricas de mi barrio, donde los silencios siempre mueren como tantos triángulos viejos. Bah. Una obviedad. Sigo. Me gusta pasear mirando balcones cuando no tengo ningún plan. O sea, paseo bastante. Sigo. Quizás encuentro a alguien que conozca a alguien que yo conozco y quiera tomarse algo conmigo para hacernos compañía mutuamente. Pero atenta, no sea cosa que me lo encuentre. Mejor me pongo las gafas. Qué ridícula, no hay sol. No importa. Me detengo. Me siento. Tilt. Un cigarro en la plaza. Lo apago y mejor a casa, sin ganas. Número 9 de la calle del Tribulete y la mano derecha en el bolsillo, sin fondo. Mierda. Perdí las llaves. ¿Metafísica? No, no. Las llaves. Las busco por si acaso en las profundidades abismales de mi bolso. Adentro de no se qué. En ese bolsillo secreto que siempre tienen los bolsos. Y nada. Vaya a saber qué puertas andarán tocando. Que lo sepan, no les van a abrir y van a volver. Con el llavero cansado. Van a volver. Tintineantes, pero con miedo. Mejor las voy a buscar. Deshago el camino andado. ¿Metafísica? No, no. Deshago el camino andado. Mirando para abajo y pateando el embole con la punta de las botas. Y ahí estaban, al pie de un banco de la plaza. Tan brillantes que tuve que desviar la mirada. Y entonces lo vi, bajando la cuesta y arrastrando los pies. Tan guapo, tan sexy, tan guay. Me quedé agachada detrás del banco, mientras le pedía al cielo nublado que no me vea y le agradecía por no haberme tenido que dejar 50 pavos en un cerrajero. (Si se pide, hay que ser agradecido, por lo menos con el cielo). Apreté mi tesoro sin darme cuenta hasta pincharme. Abrí la mano y miré las llaves. Quizás se tienen que cerrar algunas puertas para que otras se abran. ¿Metafísica? Ahora sí, y de lo más agustiniana.
A casa, esta vez con ganas. A cumplir con los ritos de la hibernación. Ya me estaba cansando de tanto buen rollito veraniego. Que el solcito, que el calorcito, que qué se yo. Basta ya. Y cuánto invierno. Y tanto. Y las frases, esas de invierno. Esas que yo me invento, paparruchadas, un copete de la galera. Estoy fibrilando, esa es una. Es todo una cuestión de actitud. Otra. Y entonces lluvia. A cántaros. Se casa una vieja. Caen sapos del cielo. Y una vagancia mental importante, unas vacaciones de la neurona. Una necesidad de siesta. De enrollarme entre las sábanas. Con frío y con lluvia. Mojada. Húmeda. Pensando en Antón. Así, tierno, acalorado, liviano, con aire, bien, bien, mejor, mucho mejor... Como que el frío te da un margen, al boludeo, al vagabundeo absurdo, a la paja sublimada. Y aunque uno vaya a la misma velocidad que siempre, o quizás más, hay cosas que suceden diferente. Distinto. De otra manera. Por eso quiero que se haga de noche, que es poco pedir por lo rápido que anochece. ¿Me iba a perder yo el lugar común de mencionar el cambio de horario? De ninguna manera. Si está en el campo mórfico. En boca de todos. Como la Duquesa de Alba. Sí, mejor que se haga de noche. Que se termine el día. Que parece lo mismo, pero no, no es igual. Mejor no pienso. Mejor me olvido. Ni se te ocurra llorar. Te lo digo a ti, my little Drama Queen, no se trata de nada que un buen chute de glucosa, clonazepam y cine dramático no pueda ayudar a sobrellevar...
Media bolsa de gominolas después, Ilsa Lund le había confesado toda su verdad a Rick Blaine, y yo aún no podía encontrar el modo de procesar la mía. Mi vida sin Antón no rankeaba ni para promo de novela venezolana. Era mucho peor que eso. Hip. But what about us? Hip. Hip. We’ll always have Paris. Hip. Hip. Hip. Pausa. Hip. Humphrey Bogart me miraba. En blanco y negro. Hip. Yo me azulaba. Hip. Hip. Me tomé un vaso de agua batida con un cuchillo cabeza abajo y sin respirar y el hipo no se pasaba. El hipo me ahogaba. Luego se fue el ruido y se aquietó el diafragma, pero la garganta se me había quedado anudada. El aire no pasaba y mi corazón demoraría exactamente tres minutos y medio en detenerse. Casi explotaba, yo lo notaba. Calma. Calma. No pasa nada. Sí, estoy fibrilando. No, tranquila, no pasa nada. Es todo una cuestión de actitud. Solo estoy somatizando. Somatizo lo que me pasa y también lo que no me pasa. Somatizo lo que podría pasarme, lo que soñé que me pasaba, lo que me terminó pasando y también somaticé el día en que le arruiné el pelo a mi primera Barbie jugando a la peluquera...
Ahora estaba somatizando que todo había sido cuestión de suerte. Eso dijo él. Eso tuve que entender. Pensando que había sido también una cuestión de tiempos y que nuestro timing estaba fatalmente des-sincronizado. Parece que el azar domina mucho mejor el tiempo que José Antonio Maldonado. Y con Antón, yo creía que tenía tiempo. Y que sólo me estaba tomando mi tiempo con tiempo. Mi tiempo con calma. Que manejaba el asunto cual malabarista china. Con toda la tranquilidad que me era posible, aunque no fuese tanta como la de la gente que vive en esa parte oriental del mundo. Porque mi tiempo me daría tiempo para muchas noches más. Porque a mí me gustaba esa rara complicidad que habitábamos de tanto en tanto. Ese aire sórdido y etílico soplándonos caliente en los oídos. Me gustaba la ironía compartida. Saber que cualquier noche podíamos telefonearnos o encontrarnos en algún garito del barrio.
Pero tenía tiempo sólo hasta que llegó ese día. Un día en que ya no hubo más tiempo. Ese día en el que la peor noticia de todas dio por tierra con mi máxima setentera de dejar que todo fluya. Ahí estaba el cachetazo posmoderno aplacando mis hormonas: capitalismo y globalización formaban una ecuación que definitivamente tenía como resultado la huída compulsiva. Sucedía que, en ese tiempo tan poco sincronizado que había discurrido entre sus vacaciones y las mías, mi Antón había decidido que se iba a la India por un año. Sí. A-la-India-por-un-año. Chan. Con ese acorde empezaba mi tango y mi pena empezaba a ser más honda que la de Malena.
No, no es justo. En absoluto. Propongo que Lucifer sodomice a Cupido. Por imbécil. Una flecha perdida, una negligencia angelical y cae sobre la tierra la peor de las tragedias. En el primer acto nos conocemos. Nos olemos. Nos gustamos. Como si yo fuera una chica encantadora a quien volver a ver si le pone ganas. Como cuando por fin encuentro a un tío que me gusta y también le pongo ganas. Nos revolcamos como locos. Como si la vida fuera, en vez de atroz, una vida fantástica. Entonces, e invariablemente, en el segundo acto aparecen los obstáculos. Se coman o no perdices en el tercero, parece que en el acto intermedio siempre hay que atragantarse. Yo me había salvado de atragantarme con el pollo al que le había ganado la batalla, pero esta vez podría terminar más enterrada que Desdémona...
Tenía que hacer algo, no me podía quedar de brazos cruzados. La primera idea que se me vino a la cabeza fue secuestrarlo. Podría conseguirme una mesa plegable, varios billetes de lotería falsos, una peluca y un par de gafas bien oscuras. Me plantaría con mi chiringuito frente a su casa y estudiaría sus movimientos. Después de todo, quién puede sospechar de una pobre cieguita trabajando para la ONCE. Eso hasta parecía divertido, pero lo difícil sería instrumentalizar el secuestro. Entonces pensé en pagarle a los muchachos de la barrabrava xeneize para que trabajen sucio. También me acordé que tenía un amigo en Nápoles y lo busqué en Facebook. Pero no, necesitaba algo más efectivo. Podría escribirle un mail a Bin y pedirle colaboración para violar la seguridad aeroportuaria. El entendería la causa, la gente con turbante también tienen corazón. Una amenaza creíble de bomba y el avión no saldría. Lo malo es que no se iba un 11, sino un 8. (¡Un 8!). El 8 les gusta a los chinos. A los terroristas les gusta el 11. ¿Cómo podría convencerlo? ¿Le bastarían mis conocimientos de numerología? En fin... No se rían, lo llevo fatal. Pensé miles de cosas hasta que terminé por entender que, a menos que aceptara vivir mis próximos veinte años entre rejas, el chico se iría de todos modos.
Y se iría de todos modos porque la conjunción de factores era tal que a mi virginiano solo le tocaba decir que sí. La gente se va a la India después de leer a Deepak Chopra o se compran la edición de bolsillo en el aeropuerto. La gente se va a la India para que Sai Baba le toque la cabeza. Algunos hacen labores humanitarias y salen en las revistas. Otras se convierten en verdaderas Madres de Teresa y otros en discípulos de la palabra de Gandhi. Algunos se van para sellar su unión matrimonial en el Taj Mahal, fotografía 13x21 incluida. Otros van a purgarse de las culpas del consumismo occidental arrastrando una mochila por meses y cagando sin parar. Se mire por donde se mire, salvo para algún yupie norteamericano con un ojo puesto en el Sensex y el otro en el Nifty, un viaje a la India supone, en el imaginario popular, un viaje espiritual. Hacia uno mismo.
Antón me contó que le asustaban los cambios, pero yo ya lo sabía. Me lo tenía bien estudiado. También me confesó que el cambio más grande en su vida había sido mudarse de Argüelles a Lavapiés, y que necesitaba una sacudida. El amaba Madrid tanto como yo, pero necesitaba irse para volver. Yo lo entendía. Yo me fui una vez para no volver, hace dos años que estoy cambiando y medio que lo asumo. Así es la vida. La gente cambia, cambia de peinado, de casa, de pareja, del crucigrama al sudoku, cambia de canal, de trabajo. Otros no cambian nada. Yo sabía que durante mis cambios –que son muchos- me tocaba aprender. Entonces cambié los valores. Necesitaba acomodarlos, desordenarlos y reacomodarlos. Luego volver a pensarlos. Rescribir la lista oficial de mis paradigmas existenciales y pegarla con un imán en la nevera. Para no olvidarme. El también quería cambiar, y eso me gustaba. Me gusta que la gente le saque la lengua a lo que no se mueve, que ande siempre buscando pistas para moverse mejor. Le hubiera dicho que si me aburría demasiado en Madrid me tomaba un avión y nos tirábamos algún finde mojándonos los pies en el Ganges. Seguro que no iba a poder evitar preguntarle si creía, como Heráclito, que uno nunca se baña dos veces en el mismo río, o si más bien era del bando de Parménides. Lo del principio de unidad en la diversidad era algo que me traía obsesionada desde el instituto, y tenía un par de historias en la cabeza. Capaz le gustaban y hacíamos una peli. Hasta ahí, veníamos bien. Hasta ahí.
Sin embargo, existía un detalle que hizo que toda mi empatía espiritual se venga a pique. Ni Sai Baba ni culo irritado a causa del síndrome del turista. Antón se iba a la India a cagar comida gourmet en un baño azulejado. Resultó que aquella subasta virtual no era tan virtual y el chico encontró su mecenas. El azar hizo que se sincronizara con una dispuesta a financiar su etapa de desarrollo espiritual: escribiría su peli en Delhi. Suena bien. Hasta tiene rima. Sarcasmos aparte, me alegro por el. Y el lo sabe...
No me mal interpreten. No pretendo reducir la cuestión a un tono mercantil. De ninguna manera. Seguramente, la tía le gusta mucho. Seguramente, la tía es majísima. Sin embargo, mi cabeza solo puede reproducirla de una única y abominable manera. Ella se lo lleva a la India y es, por lo tanto, la mala de mi película. La que marca terreno en Facebook. La celosa controladora por decreto. De necesidad y urgencia. La que presume de una exitosa convivencia india adornada con chofer, cocinera y vacaciones en Tailandia. Del estilo arquitectónico de la fachada de su casa. La que alardea de un Delhi con shopping mall (¿se puede ser más cutre?), enormes vodkas y lugares elegantes. Y ya se sabe todo lo que comporta la elegancia en este tipo de países donde la clase media parece ser el eslabón perdido de la sociología. Ella es la que se lleva a mi Antón a comer langosta al país que ocupa el primer puesto mundial en desnutrición infantil. La hereje de todas las teresitas descalzas. La vacía de cualquier sueño socialista. Reducción de disonancia para la teoría psicológica. Para mí, la única alternativa posible de pensarla. Porque ella me quitó todo el tiempo que yo guardaba...
Apuesto a que cuando Proust escribió En busca del tiempo perdido estaba pensando en un apuesto muchacho que huyó en el transiberiano detrás de un señor elegante. Yo escribo Mi vida sin Antón en la era de las compañías low cost, perdiendo mi tiempo y sin estar completamente segura de volver a encontrarlo. Entonces empecé a pensar en si esto del abandono no era una especie de estigma diabólico en mi vida. Más concretamente este tipo particular de abandono. Estas cosas surrealistas que me suceden, que me hacen caer de continuo en las excepciones como si fuera, en vez de una persona, un personaje de Cortázar. La gente que me conoce sabe de lo que hablo. Estas cosas sólo me pasan a mí. No, no es un mito rural como la mujer vestida de blanco que se te cruza una noche en la carretera, la metes dentro de tu coche y luego desaparece. El mito no es tan mito y es urbano. En este caso el fantasma es un hombre que viste de oscuro, que va ocasionalmente de visita a tu casa, lo metes dentro de tu cama y luego desaparece. Peor aún, se muda a un país tercermundista a llevar una vida primermundista con dietas y desplazamientos pagos.
No. No es un mito. Ya me pasó una vez. Dos, lo considero demasiado. Y aunque la primera vez me pasó antes de los 20, la situación es comparable. Tenía un pisciano que me volvía loca, pero estábamos en la fase nihilista del “no somos nada”. Entonces una mañana de verano fui a buscarlo y ya no estaba. Se había ido a México con otra que también le rondaba. La tía tenía pasta y se lo había llevado a vivir la dolce vita al mejor lugar del DF. Duraron tres meses. Hasta que a él le afloró su versión Diego Rivera y la pobre Frida no pudo soportarlo. Un día Agustín no tocó más el piano y mi chico se volvió caminando. Luego me pidió perdón y entonces fuimos algo. Tres años después, lo estaba manteniendo yo en un coqueto barrio de eso que llaman el segundo mundo latinoamericano. Ocho horas como empleada pública al día financiaban su utopía creadora y las clases de inglés de su hija. No hace falta aclarar cómo terminó la experiencia de manutención ni decir que el sujeto nunca se dignó a limpiar los rastros de su arte en mi salón. ¿Esto es “arte” o lo tiro? Esa pregunta tan simple, pero capaz de resumir la esencia del arte posmoderno en seis palabras, era la que salía de mi boca cada vez que su arte me hartaba.
Tampoco es la intención tender un puente entre mi ex y Antón. Pero creo que la analogía sí que es procedente a los fines de analizar eso que se configura como “la nueva economía del romanticismo”. Mi versión marxista del abandono. El materialismo histórico en su máxima expresión práctica. La teoría de la dependencia subvertida y reactualizada. Mi Antón se había convertido en el nuevo gurú de la economía del braguetazo. Si se enterase Hayek, se levantaría de su tumba y le daría un apretón de manos. Mejor que no se entere. Que Dios mantenga en la gloria al neoliberal y no lo suelte. Mi amigo Marx le hubiera explicado la relación entre trabajo, plusvalía y capital, y le hubiera advertido los efectos del opio por si acaso viajara a Tailandia. No se me ocurre qué pensarían Cardoso y Faletto. Después de todo, la alegría no es solo es brasilera y los dependentistas perdieron peso en los especulativos vaivenes teóricos de la economía...
Teorías aparte, y dada mi repetida experiencia práctica, puedo asegurar que los hombres mantenidos del nuevo siglo parecen tener alguna pseudo-vocación para justificar sus interminables períodos de descanso. Peor aún, nosotras fingimos a la par de ellos que estos adorables perezosos son escritores, artistas plásticos, actores, guionistas, y cualquier actividad que incluya algún tipo de trabajo creativo. Todo ello sin negarle al mantenido todo su potencial de ser muchas otras cosas como encantador, seductor, sexy y protector. Sin embargo, recientes estudios demuestran que por cada tía proxeneta, hay varias mujeres hartas y totalmente resentidas por ser el único o principal sostén de la casa. ¿Y quién puede culparnos? En estos tiempos en que la igualdad de género construye tantos ministerios, deberíamos preguntarnos si este nuevo estilo de economía de las relaciones no tiene que ver con el omnipresente miedo femenino a la soledad. Súmese a eso un hombre de espíritu libre renuente a formar parte de la fuerza laboral y ya está.
Yo misma le ofrecí a Antón la mitad de mi cama, un hueco en el armario, la patria potestad del mando a distancia, no hablar si ponen basket en la tele, sexo por las noches y también por las mañanas. Algún día me lo llevaría a brindar con ron a La Habana o a empacharnos de gateaux au chocolat en cualquier callejón parisino. Sí, yo misma lo propuse. Yo, ex-fashion argentina, convertida eventualmente al hipismo, felizmente mileurista y fatalmente contradictoria. La mía había sido una transición difícil, lo admito. Un día me dije que ser politóloga y tener cinco títulos de postgrado no es lo primero. Había estudiado políticas porque a los 17 creí que podía cambiar el mundo. Después la idea se me fue solita de la cabeza. Después me aburrí de los filósofos políticos teorizando desde su escritorio sobre la democracia y la igualdad. El barco se hundiría de todos modos, y nadie tiraría salvavidas en las universidades. Yo no podía remediarlo. Me había embarcado en la empresa más difícil de todas y eso más de una vez me hizo pensar si no me había equivocado. Evidentemente, estaba atravesando una crisis vocacional. 10 años después sabía que a esta altura de la vida no sería una actriz polémica y transgresora que desayuna crepes en París todas las mañanas. Tampoco sería una atractiva detective forense en Nueva York con un jefe malo y sexy. No iba a ser corresponsal de alguna guerra en los Balcanes portando unos Ray-Ban y tirándome salvajemente al cámara en alguna trinchera. Tampoco sería una eminencia en genética soportando juicios éticos sobre clonación humana ni haría una peli surrealista saturada de cambios de plano. La tenía difícil. Necesitaba algunas vidas más y algunos vicios menos si quería ser todo eso y algunas otras cosas. Tenía que asumir que de una vez por todas mis personalidades tendrían que ceder protagonismo y ponerse de acuerdo en nombrar a un yo embajador de mi persona en el mundo real. No quería terminar como Girondo y tener que mandarlas a todas a la mierda. Después de todo, a veces me divertían. En un mundo donde las opciones se multiplican y hasta te las envían a domicilio, ¿qué podía hacer yo si el puto Mercurio me había hecho tan cambiante? Estaba perdida.
Entonces, y si para todo eso ya no había tiempo, a los 27 me convencí de que ser parte de la comunidad de científicos sociales no estaba nada mal. Ahí tenía yo mi lugarcito en el mundo del conocimiento. No podría cambiar el mundo, pero sí iluminar conciencias. Algún día me leerían y me refutarían, y yo les haría de goma el contra-argumento, por supuesto. Aunque muy en el fondo, y en disputa con muchas otras cosas, me gustaba lo que hacía y el ambiente académico lo reconocía. Además, el ritmo universitario me dejaba tiempo para leer y releer muchos libros, escribir algunos cuentos, mirar pelis y pensar en mí. Y mi nómina de investigadora me permitía darme el lujo de vivir en mi pedazo preferido de mapamundi madrileño y poder contemplarlo desde un balcón.
Desde ese mismo al que yo invitaba a Antón a asomarse con un café todas las mañanas. Pero algo sé sobre mercados eficientes y puedo vaticinar que mi oferta es, lisa y llanamente, un mal negocio. De hecho, es bastante probable que mis rentas no aumenten y existe la certeza absoluta de que, a menos que pase por el quirófano, no me volveré más guapa. Así que, en términos económicos, soy una especie de activo que se deprecia. Y no solo soy un activo a la baja, sino que mi depreciación se acelera al ritmo de mi vida sedentaria. Digamos que entonces, y en términos de Wall Street, podría auto-denominarme como una acción para intercambiar y no una para comprar y mantener. Que el Parlamento Europeo no se alarme. La crisis del Euribor, comparada con la mía, no es nada.
Pero se equivoca mi gurú si cree el pump and dump me puede hacer patear el tablero, porque pienso seguir cotizando. Insert coin muchacho, que sigo participando. También se equivoca si piensa que mi mirada mercuriana no lo va a seguir escrutando. Porque va a tener que meterse en un pozo, va a tener que ignorarme, va a tener que llenarme el culo de patadas y los brazos de moretones si cree que yo, con toda mi locura perversamente incorregible, no voy a seguir mostrándole en la cara todo eso que fabricamos cuando estamos en mi cama.
Que sepa que aquí lo espero. Con el edredón abierto y con este espacio como testigo directo. Se lo grito a los cuatro vientos. Y no me avergüenzo. Todas esperamos. Unas tejen, otras escriben. Algunas Penélopes de la nueva era nos desahogamos en un Office2000 y si nos sentimos solas nos compramos un i-pod. Y yo sé que mi Ulises posmoderno, ese que lee cómics y juega a la play, tarde o temprano amarrará su yate de 12 metros en Lavapies. Tarde o temprano. Y entonces, algo será seguro. Me acudirán unas ganas ineludibles de comerle la boca. O no. Porque es probable que con el escurrir de los soles mi Antón deje de arrastrar los pies y camine como toda la gente seria. También es probable que con el tiempo deje de asomarme compulsivamente al balcón cada vez que oigo rebotar una pelota en la calle. Algún día me cansaré de evaluar toda clase de teorías y de resbalarme cada vez que me subo a la bañera para poder mirarme el culo en el espejo. Me dejaré de hacer balances sociológicos sobre el hombre del nuevo siglo y me convenceré a mi misma de que mi Antón es como todos los antones del mundo. Un Antón del montón.

Pero esta noche, en la que trato vanamente de dominar este sueño esquivo, el es el Antón que me tiene desvelada. Uno que me encontré la noche que cumplí 27, en medio del torbellino de mis cambios paradigmáticos. Uno con barba mimosa y pelo del que tirar cuando se mete en mi cama. El chico del pecho más ibérico del mundo, aunque a él le haga gracia. Uno con el que no quiero hijos ni este año ni el próximo, pero que supo derretirme con un abrazo bien dado la noche que estuvo en mi casa y me secó las lágrimas.

Esta vez no voy a dar detalles jugosos de la situación. Todavía los estoy procesando. Solo diré que si en vez de ser una politóloga trasnochada tuviera un bar en Argumosa, el abandono con patatas “a lo pobre” sería la especialidad de la casa...


Bon appetit pour moi, ma petite fille dramatique.

Chapeux pour elle.

Bon voyage, mon chéri gigoló.


Y sólo como despedida, un buen beso francés para Antón.

(Ne me quitte pas... We’ll always have Paris)

sábado, 1 de noviembre de 2008

IV

Eran las 8.30 p.m. de un lunes cualquiera. Yo llegaba a mi barrio después de haber estado todo el día manteniendo a la fuerza mi imagen de doctoranda estrella. Estaba cansada. Cansada de todo. De mi también. Además de existir -como si eso no fuese ya demasiado- tenía que subsistir. Tenía que mantenerme viva a mi misma, vaya putada. Algo tendría que cenar. Algo fácil. Algo guarro. Algo calórico. Algo que se haga en el tiempo exacto que demoro entre ponerme el pijama, encontrar las pantuflas debajo de la cama y elegir la peli que más se adapta a mi estado de ánimo en esa franja horaria. Una vez más, tocaba el plan de las 3 P. Estaba resignada.
Salí del metro y me metí en el supermercado casi por acto reflejo. Di 8 pasos y comenzó a temblar el suelo. Se me taparon los oídos y un ruido silencioso como de sala de informática con ordenadores encendidos se adueñó de mi cabeza. Entonces lo vi y me quedé paralizada. Reaccioné cuando el segurata rubio me tocó la espalda. Tenía que revisarle las bolsas a un senegalés y parece que yo le estorbaba. Di el noveno paso. Mierda. Ahí estaba mi sujeto-objeto encarnado en todo su inexorable realismo. Yo me lo había estado imaginando durante tres meses en una reducida variedad de locaciones (básicamente, mi casa), tenía revisados los diálogos, controlada la iluminación y el ángulo de la cámara anatómicamente preparado. Contrapicado. Aberrante. Subjetivo. Mi storyboard se parecía más a un cómic porno que a cualquier otra cosa, y ahora tenía que desmontar el proyecto y readaptarlo a la luz blanca e impersonal de los supermercados.
Me metí la súper 8 en el culo y volví en mí. O en si. Bemol, porque quedé tocada. Ahí estaba mi dandy virginiano entre los panes. Me mareé. Me recuperé. Volví a mirar. Los panes y el. El y los panes. Me di vuelta. Me dolía la panza. Me hacía pis. Me entraba la risa. Me descompensaba. Imaginé a un residente del SAMUR diciendo la emblemática frase “está fibrilando” después de mi inminente desmayo. Volví a mirar. Era mi Antón, si. ¡Y qué lindo que estaba! Atiné a esconderme, pero ya lo tenía a menos de un metro de distancia. Estaba de espaldas. Pero, ¿así como estoy? ¿con esta cara de reventada? ¿por qué no me lo encuentro en el bar de la esquina con dos mojitos encima, rimel en las pestañas y el pelo recién secado? ¿y si me había visto antes? ¿y si efectivamente me había visto y por eso seguía de espaldas? ¿y qué pasaba si la tía que estaba a su lado eligiendo otros panes más integrales era su compañía? ¿Me hacía la boluda? Yo, argentina. ¿Paso? ¿Lo saludo? ¿Paso? ¿Lo saludo? ¿Lo saludo? Paso. No, mejor lo saludo.
No sé cómo fui capaz de pensar todo eso en un par de segundos, pero finalmente nos encontramos. Y la verdad que para vernos por primera vez en casi tres meses, digamos que fue un encuentro de lo más ridículo. Yo trataba de disimular mi somatización emocional producto del choque con la realidad, pero no podía. Dije un montón de estupideces, todas de corrido. El también estaba medio nervioso, o medio tranquilo. No era el Antón que se tomaba una cerveza desnudo en mi sofá mientras me miraba bailar. Lo sorpresivo del encuentro le había quitado naturalidad, esa cosa infantil que a mí me gustaba. Pero de todos modos, estaba hermoso y me había dejado obnubilada. Creo que se había estirado un poco. Después de todo, el chico estaba todavía en edad de crecimiento. Más alto y guapo que nunca, tenía el pelo más largo, la barba más sexy, los jeans más caídos, la chaqueta más apropiada...
Y fue entonces cuando confirmé mis sospechas: mi Antón era un auténtico guay. Guay lo que se dice guay. Un guay self-made de lo más prototípico. De esos que caminan pateando latas imaginarias de alguna cerveza importada y tienen asistencia perfecta en todos los festivales que celebran la totémica trilogía pop-indie-electro. En el lado del mundo de donde yo vengo la gente no es guay. Ni siquiera en Paraguay. La gente es cool, es in, es fashion, es top. Stop. ¿Qué hacía yo, que había renunciado estoicamente a todo eso, derritiéndome por un tío born to be guay? Por un tío que seguramente muere por esas chicas hiperflacas que van por la vida subidas a unas convers blancas pero sin lavar, con un jean que no les queda ni bien ni mal, una camiseta asexuada color gris topo -otra tonalidad del gris no vale- y gafas de acetato. De esas que no tienen friz y el flequillo siempre se les queda para el costado. De esas que adoptan el estilo “muñeca de primera comunión” a la hora del make-up y ellos no notan que van maquilladas. Belleza natural. ¡No te jode! En fin, a los guays, les van las guays. Eso es casi una ley natural. ¿Dónde se ha visto un guay sin otro guay? Tengo algunos prejuicios, lo admito. (Aunque todavía no entiendo cómo se puede ser guay y decir “vaqueros” en vez de jeans. Exijo que algún guay me lo explique. Chachi guays, abstenerse).
Mi Antón era un guay, sí, pero era hermoso. ¡Y cuánto más bello puede verse un hombre en un supermercado! Ni que decir si una se lo encuentra junto a los panes y con un brick de caldo en la mano. ¡Qué imagen más candeal! Creo que hasta me imaginé un campo de infinitas espigas doradas moviéndose al compás del viento. Era casi perfecto. Debió notar mi perplejidad, porque me contó que su compañera de piso estaba malita y él le iba a preparar una sopa. La información digamos que no era necesaria. Pero su gesto me dejó pensando. Y creo que me di pena. Quizás porque estaba más sensible que de costumbre. Llevaba un tiempo medio aburrida de que todo se me rompa. Incluso se me había dado por pensar si no era yo misma la responsable de las fragilidades de mi vida. De las domésticas digo. De las otras fragilidades sí que era culpable, y eso lo tenía más que claro. Se me había roto la cisterna y solo había conseguido inundar el baño después de mover varios palitos y no saber como recolocarlos. Mi lavadora había entrado en rebelión contra mis prendas delicadas y se paraba donde se le antojaba. Se me habían quemado dos lamparitas y siempre compraba el foco del tamaño equivocado. Todavía no había podido descifrar el funcionamiento de mi sistema de calefacción con ladrillos refractarios. Llevaba ya un tiempo con una cortina sin colgar por no tener taladro, y porque si lo tuviera, tampoco sabría usarlo. Y como si todo eso no fuese ya suficiente, el dvd ya no me leía las pelis grabadas, y eso acotaba desesperadamente mi huraño universo de entretenimiento. Peor aún, me había comprado tres cactus en dos días y estaba barajando la opción de transplantarlos. Sí. Por primera vez en mi vida iba a transplantar una planta, con el mal rollo que me dan a mí los vegetales fuera de su hábitat. Es más, pensaba aprovechar ese primer impulso botánico para tener un balcón como Dios manda, aunque no me creía capaz de reforzar con alambre de acero las macetas, ni mucho menos de regar las azaleas.

Y ahí tenía la respuesta. En un brick del caldo de la abuela. Entonces me di cuenta de que el gran problema de mi vida es el desequilibrio entre lo que tiene y lo que le falta. Ya sé que ése es el problema básico de casi todo ser vivo. Pero en ese momento me pareció que la distribución de mis cargas karmáticas para esta vida estaba siendo muy desconsiderada. Al final de cuentas, a mí nadie me prepara un caldito cuando me enfermo. Si me sorprende algún infarto, llamo a urgencias y lloro con el médico de guardia. A mí no me rompen las bolas. No preparo cenas sofisticadas, ni mucho menos desayunos americanos. Me mantengo contenta comprando trapos por el barrio. A veces ceno comida india con una amiga que también está sola. Fumo y bajo al chino en pijamas. Nadie me reta. Nadie me dice nada. Nadie deja la tabla levantada. Hablo sola, con ganas de escucharme y entenderme. No me sé las fechas de la UEFA. No tengo a ese que me explique si orsay es lo mismo que posición adelantada. Tampoco tengo a ese que me caliente la cama tres veces por semana. Tomo té con limón de madrugada y salgo al balcón cuando estoy desesperada. Nadie me reclama la mitad del edredón ni se queja de mis extremidades congeladas. No me duermo sobre ninguna panza cervecera mirando dibujitos animados a las 3 de la mañana. Nadie baila desnudo en el living de mi casa. No tengo dudas, ni broncas, ni perdones. Nunca cierro del todo las ventanas. Paso una mitad del día medio triste y la otra casi maravillada. No tengo a uno para robarle el chándal. Uno que se saque las zapatillas cuando llegue a casa, aunque venga sudado de la cancha. Uno con una barba que haga cosquillas. Uno con el que tomar muchas birras. Uno para matarme de risa. Uno para tener sexo con ganas... En fin, ese lunes me tocaba el karma de volver a casa sola cargando las bolsas. Abrir la puerta y que no haya música de fondo. Me tocaba tumbarme en el sofá a devorar una pizza y masticar una película. Ay de mí, que nadie me preparaba un caldito ni me ponía el termómetro en la boca. Ni otras cosas en otro sitio. Sola. Sola para casi todo.

Me despedí de Antón con la vergüenza de la primera mañana y las ganas de la última noche. Entonces, y ante la góndola de congelados, me prometí a mi misma que llevaría mi soledad con la mayor dignidad posible. Decidí que si nadie me cuidaba, tenía que asumir los riesgos y cuidarme yo solita. Para empezar, nada de pizzas. Empecé a llenar el carro medio con bronca, medio sin pensarlo. Lácteos, verduras, carnes y productos envasados. Me autoabastecí como si una tercera guerra mundial fuera inminente. Sentía la obligación moral de auto-protegerme (obligación que me costó 30 pavos más de los que pensaba gastar). Me procuraría casi todo lo necesario como para no tener que volver al supermercado. No quería volver a ver a Antón con un caldo en la mano. No me quería volver a enfrentar con mi soledad en la góndola de congelados.
Finalmente llegué a casa, cargando todo mi arrebato de autocompasión tres pisos por escalera. No me esperaba ese que elija por los dos la peli, y que si no me gusta, esté dispuesto a cambiarla. Tampoco tenía bien claro cómo me sentía, y sin definir mi estado de ánimo era incapaz de compenetrarme con historias ajenas. Me quedé delante de la estantería un rato. Como no me decidía, me puse a oír algunos de los acordes más transgresores de Ástor. Me envolvieron, me atraparon. Casi sin pensarlo, ya estaba escribiendo...

Llegaste a través del sonido de un fratacho,
en alguna pieza de Piazzolla.
Pieza, así dice mi abuela.
Una pieza de Piazzolla en la pieza de la que pía sola.
Pía: Sola!
Pía: Sola! Sola!
Pía: Sola! Sola! Sola!
Un sola grande, un sola solar.
Piando un sola de una sola sin solarium.
¿Un fratacho o un fracaso?

Vale. A veces se me sale la cadena. Pero se me pasa. Contenta con mis rimas del día, me atreví a meter mano en mi inmaculada cocina. De repente, me vi luchando con un pollo perfectamente depilado mientras pensaba que yo también debería de estarlo. Volví al salón y cambié la música. Necesitaba algo más cañero para mi contienda culinaria. Cambié al rey del tango por el rey lagarto y me volví a la cocina bailando. Mi ave fénix de criadero seguía muerto y coleando en la encimera. ¿Cómo se me había ocurrido comprar el animal entero en vez de descuartizado? ¿Por dónde empezaba? Supongo que por las patas. Forcejeamos un rato. Él, con su rigor mortis. Yo, con mi cuchillo desafilado. Al final le gané, pero no me expulsó de mi paraíso. Me puse las gafas de sol y piqué una cebolla (no es una excentricidad, es mi método por excelencia). Seguí con los pimientos, pero no me quité las gafas. Poseída por el síndrome “bailo mientras cocino” al mejor estilo Arguiñano, terminé cocinando como para alimentar más bocas que el piquetero en Puerto Madero.
Luego no comí. Luego se me fueron las ganas. ¿Qué hacía ahora con todo ese pollo decorado? ¿Lo volvía a matar? ¿Lo resucitaba? ¿Lo exorcisaba? Estaba comenzando a desesperarme y no tardaría en correr hacia la ventana. Esta vez, con pollo y todo. Un atisbo de sensatez me invadió y decidí que mantendría la dignidad hogareña y el sentido de la organización a salvo de mi autodestructiva soledad doméstica. Por suerte, alguien había inventado el congelador. Ya no volvería a saturarme de hidratos de carbono porque ahora tenía la DDR de proteínas confiscada en el rincón más glacial de mi cocina. Me aclaré a mi misma que me refería a eso que los nutricionistas llaman dosis diaria recomendada. A la República Democrática Alemana ya la habían congelado hacía tiempo y la habían guardado en dos o tres museos todavía más fríos y vacíos que mi nevera.
Entonces volvió mi versión más académica y me quedé pensando en las políticas de la memoria. Me aburrí y llené la bañera con el fin de divertirme un rato. Me preparé un té con limón, me lié un cigarro y me asomé al balcón. Las ventanas del barrio ya no tenían luces, se venía encima la madrugada. Sin embargo, yo ya no estaba desesperada. Había en el aire una sensación de calma. Escribí un cuento y me fui a la cama con sueño. Después de todo, no parecía estar tan mal mi vida congelada...
Esa noche nadie me rompería las bolas. Y en el fondo, yo estaba encantada de que así fuera.