sábado, 11 de octubre de 2008

II

- Bueno, avísame por sí o por no, así, si es que no, hago planes.
- Vale, yo te llamo.

Encendí un cigarro. Había telefoneado a Antón, y me había cogido el teléfono. Después de todo mi pánico escénico frente a su álgido nombre en la pantalla de mi móvil. Después de todas las cavilaciones sobre el teorema de la causa y el efecto. Después de la duda tan poco virtuosa. Después de dos meses y medio.
Ha sido cruel. El chico no, en absoluto. La crueldad es de los preludios, de las esperas, de la suma de los números que marcan la hora del llamado. La crueldad es autoinfringida, pero no por ello menos mediada por causas externas. En este sentido, sostengo –y actualizo permanentemente- una hipótesis al respecto, que bien podría subsumirse en la lógica cultural de la globalización, como bien lo es el posmodernismo. Sin embargo, no voy a ponerme a hablar aquí de algo que tanto debate da a los filósofos, porque no es la intención.
(Que se apañen solos).
El problema está en las nuevas formas de comunicación o, mejor dicho, entre los canales que median entre emisor y receptor –aunque algunos emisores y receptores en particular suelan presentar algunos problemas específicos del género. Podríamos caracterizar a esta humilde teoría de un modo alegórico, y decir que se trata de “el amor en los tiempos del facebook”. Haré aquí algunas precisiones al respecto: el uso del concepto amor bien puede entenderse como piedra angular de la metáfora, y no como un deseo íntimo -y no poco desdeñable- de la que escribe. En los tiempos del facebook, la gente no se muere de cólera ni se escribe cartas ni va a buscar a su casa a quien quiere encontrar. En estos tiempos de tanta cólera venérea la gente se muere de ignorancia.
(Y la ignorancia mata al hombre, pero devora a la mujer).
Todas las relaciones están allí, en esa especie de panóptico social en que nos hemos metido, señoras y señores. Hablo aquí de ese tipo de relaciones en extinción que son las relaciones personales, y también de ese subtipo relacional que se estructura alrededor de fines exclusivamente sexuales. El sujeto-objeto se revela entonces omnipresente y aparentemente abordable de diversos y accesibles modos. (A fin de evitar herir susceptibilidades, diré que denomino así a la persona con la cual se quieren canalizar uno –o varios- impulsos sexuales). Y aquí viene una hipótesis subsidiaria: los hombres del nuevo siglo llevan, con estos avances tecnológicos, una considerable ventaja por sobre nosotras, muchachas. No es que lo diga yo. Estas preocupaciones me han llevado a constatar las sospechas mediante un trabajo de campo exhaustivo. En este sentido, son muchas las individuas cuyos datos obtenidos en la barra de algún bar revelan la pertinencia de estos postulados.
Tienes su número de móvil en tu tarjeta SIM y él tiene tu número en la suya. Pero es que últimamente las tarjetas SIM suelen funcionar dentro de unos aparatos tan perversos que dan miedo. Te dejan saber siempre quién te llama y, por lo tanto, corres con la ventaja de decidir a quién regalar un hola de lo más simpático y a quién no. Pero cuando la que llama es una, vaya aparato más hijo de puta: ¡es capaz de revelar tu identidad! Eso, suponiendo que una es de esas chicas que van al frente y que nunca llaman con identidad oculta. A partir de aquí, el abanico de opciones se reduce a: a) al chico le apetece un revolcón ese día -o en alguna fecha próxima- y entonces después del tono oyes un inexpresivo “dime”; o, b) el chico planea jugar al baloncesto, currar hasta medianoche o no verte nunca más en su vida. En cualquiera de los tres casos, su móvil sonará hasta que salte la casilla de mensajes. Podríamos aquí pensar que la persona que ejecuta la llamada deja un mensaje en el contestador y especular, entonces, con las consecuencias que dicho recado ocasionaría. Sin embargo, optamos por el camino más corto y colgamos. Seguro que nos devolverá la llamada y, en caso contrario, no hay duda de que habrá otra forma de contactar con el chico en el vasto mundo de las redes comunicativas.
Transcurridos centenares de minutos, o incluso días, y sin haber recibido el debido y necesario acuse de recibo de aquella nefasta llamada (el tiempo dependerá del grado de ansiedad de la mujer en cuestión), te decides a enviar un mensaje de texto. Después de todo, ¿qué puede tener de malo intentar contactar, no? Tras tal trascendente decisión, una -si está sobria-, se lo piensa seriamente, y entonces mide las palabras y las consecuencias que podrían acarrear dichas palabras. Abreviadas, así se dice más. Pero la situación deviene compleja si una ya va pasada, y entonces no mide nada. Y debo admitir que yo pierdo más a menudo el centímetro que cualquier costurera distraída.
(La culpa es del ron, Antón).
Volviendo al mensaje enviado -sea cuál fuera su calaña-, puedo dar crédito, después de haber escrutado hasta la obsesión experiencias propias y ajenas, a una terrible conclusión. Un hombre no contestará un mensaje de texto a menos que en el mismo haya una pregunta explícita, de contenido sexual o humanitario –leáse, “he tenido un accidente con el coche, puedes ayudarme?”, y ello si es que a la pregunta pretende contestar afirmativamente. Si para el tío es un no claro, rotundo y contundente, no habrá respuesta. Y en este punto cabría decir que puede ser un no por causas mayores como jugar al baloncesto, lo cual es lícito, saludable y hasta perdonable; o podría ser un no porque realmente al sujeto no le apetece. La cosa es que el no claro, rotundo y contundente, tan temido en la bandeja de entrada, comienza a ser una palabra desesperadamente anhelada ante una seguidilla de vacíos comunicativos.
Son varios los estudios provenientes de diversas disciplinas que vienen a confluir en las características peculiares de la mente masculina, y no es mi intención aquí repetir tales aseveraciones dignas tanto de un artículo científico como de una nota en Cosmopolitan. Solo diré que ante una eminente respuesta negativa, el macho tiende a creerla no necesaria y, por lo tanto, incuestionable frente a cualquier reclamo futuro por parte de la hembra. Además, y en la mayoría de los casos, el hombre tiende naturalmente a evitar lo que algún lóbulo de su cerebro le presenta como el hecho de tener que verse sometido a dar una magnánima explicación.
(He aquí la gran paranoia masculina).
Pero, dadas las mencionadas características particulares del hombre posmoderno, vengo yo a preguntarme –y a ver si alguien me lo aclara- hasta qué punto es lícito –y más aún, legítimo- insistir ante la falta de respuesta. El derecho a la información está consagrado en todas las constituciones democráticas del mundo, y no voy a permitir que se me lo niegue. Lo normal en todo este asunto sería obtener algún tipo de respuesta, no importando en este punto las consecuencias morales de la misma. Pero parece que los chicos de la era de la información carecen de una adecuada formación en Teoría de la Comunicación. Y aquí podría esbozar que esa carencia suele ser mucho más acuciante en aquellos cuyos perfiles profesionales más se relacionan con las artes de la comunicación. Pero, ¿desde cuándo una tiene que sufrir esa paranoia de estar agobiando al sujeto objeto del deseo? ¿Desde cuándo resulta tan odioso el proceso previo a la decisión de establecer cualquier tipo de contacto a través de dispositivos electrónicos con el sujeto-objeto?
Ahora bien, algo en apariencia menos agobiante en sus consecuencias, tanto para un sexo como para el otro, son los contactos efectuados mediante aplicaciones informáticas y a través de Internet. Todo sucede porque la gente, cuando se conoce, se ofrece mutuamente su dirección de correo electrónico como medio de mantener y/o estrechar tan amable contacto. Pero esa simple acción puede terminar convirtiéndose en otro arma de doble filo para la integridad femenina. Ahora tenemos al sujeto en nuestra ventana de chat, exactamente del otro lado. Sin embargo, esa inicial exactitud de la presencia virtual deviene en manto de sombra detrás de eso que se ha dado en llamar “estado”. Nunca sabes si el No disponible revela realmente una no disponibilidad total, o si es más bien una costumbre del muchacho. Por lo tanto nunca se tiene la seguridad de que vaya a contestar. Seguro está trabajando, o tomándose unas cañas, o mirando la tele mientras cena. Puede estar haciendo cualquiera de esas y otras muchas cosas, y puede contestar. O no. Y hemos visto ya cuánto más probable es la segunda opción. Lo trágico es la lucha interna entre el desparpajo cachondo contra el “qué pensará” dando vueltas en la cabeza de una mujer. Lo terriblemente trágico es tener que reprimirse por no agobiar.
Pero peor nos lo han puesto con esa maravillosa y adictiva red social que es Facebook. No solo somos incapaces de comunicarnos con el sujeto-objeto a través de una red de telefonía móvil, sino que Internet nos pone al tanto de todo lo que él cree que lo constituye como persona. Entonces un día una se encuentra con que el muchacho es fan de Richard Linklater y se dice a sí misma que molaría discutir sobre los procesos de la memoria en TAPE disfrutando de su compañía, ron de por medio y tres sucios polvos como epílogo. Pero otro día sale a la luz la excentricidad virginiana del chico y una se entera de que se está subastando entre una decena de chicas con grandes chances a la hora del remate. Y la competencia incita, claro está. No sabemos la verosimilitud de lo que está detrás, pero toda la información a la que tenemos acceso, solo viene a potenciar las ganas de otro buen polvo.
(O tres. Ese es mi número).
Y aquí volvemos al punto inicial: ¿cómo comunicarle al sujeto que sólo queremos follar? Si vimos ya lo mínimamente probable de una devolución concreta; si dicha ausencia de respuesta genera ciclos repetitivos de demanda; si, tal como dijo Keynes, el exceso de demanda tiende invariablemente a subir los valores de la oferta: ¿qué opción queda, entonces, para propiciar un coito ejemplar? Se me ocurre, como último acto de arrojo, la presentación en su domicilio postal, al mejor estilo Paz Vega en Lucía y el Sexo. Pondría una de mis mejores caras en escena y le explicaría, paso a paso, todas estas cuestiones a fin de que pueda comprender lo imprescindible que me resulta su roce. Su roce con aire. Los agujeros de su respiración como ventosas en mi piel sudorosa. Le comentaré algo de mi ansiedad, o simplemente obviaré la locura y me iré a casa volando bajito (y ese es un decir algo más que figurativo) a encontrarme con mi escurridizo yo coherente. Porque el chico estaría en todo su derecho de darme una patada en el medio del culo. Habiendo tantos medios de comunicación a mi disposición, ¿cómo es posible que se me ocurra plantarme en su portal?
(Así soy yo, chaval).
Pero, si es un poco sensible, podría llevarme a la planta de urgencias del instituto psiquiátrico más cercano. Le diré entonces que previendo tal desenlace con respecto a la pérdida progresiva de mis facultades mentales, he contratado un seguro médico privado que lo cubre todo. No tendrá que realizar ninguna gestión extra.
(Muy amable de su parte).
El círculo vicioso no tiene ya salida, excepto la respuesta. No puede imaginarse el lector masculino el daño psicológico-moral que causa a una exponente femenina –máxime si la misma es de perfil obsesivo-compulsivo- la disposición y, peor aún, la utilización de los ya mencionados dispositivos de la nueva era. No creo que mi abuela haya tenido que soportar tales vejaciones. Si le apetecía decir algo a alguien, lo más normal del mundo era ir a verlo a su casa o mandarle un recado con alguien de confianza. Si la doña le quería dar un tinte poético al asunto, una carta con perfume de mujer era la opción más acertada. Y, en tiempos más avanzados, llamar al teléfono de la casa tantas veces como sea necesario hasta encontrar al morador, era una acción que no dejaba registro alguno y, por lo tanto, no tachaba de obsesiva a una mujer empeñada en ser informada. Es entonces cuando una recuerda la alegría y curiosidad que le despertaron los primeros teléfonos celulares y lo sorprendente de abrirse una cuenta de una cosa en Internet que servía para hablar escribiendo. Pero pasados los veinticinco, un día descubres que el móvil 3G que más refleja tu personalidad con su diseño y tu ADSL de 20 megas han venido a tu vida a complicártelo todo.
(El sexo lo es todo)
Dicho lo dicho, es hora de que el lector sepa que la contracara de toda esta verborragia literaria no es nada más ni nada menos que una mujer que quiere que le digan Si o No. En primer lugar, porque no pueden imaginarse todas las cosas que debe pensar una mujer antes de echarse un buen polvo. Obviamente que eso no sucede con el sexo casual, pero si esperas a alguien, los factores a tener en cuenta a la hora de decidir un posible apareamiento son varios. Entre ellos, y uno de los principales, que las ingles no sean francesas y sean brasileñas. O que sigan siendo lo suficientemente tropicales sin llegar a ser selváticas. Y ello teniendo en cuenta que hasta poder volver a sufrir tal padecimiento, tienen que ver la luz horribles y amenazantes puntitos negros, y luego el acechante vello.
(Ayyyyy!!! Han pasado tres semanas).
En este punto, y prestando atención a la evolución del folículo piloso, cualquiera puede comprender que una mujer (o cualquier sujeto que se someta a sesiones depilatorias) pasa solo una pequeña parte del tiempo que demora el ciclo de crecimiento del vello perfectamente depilada. Y la insistencia en la oportunidad del momento no es solo por coquetería, ni mucho menos por complacer al compañero. Tengo, en esos días, una flor mucho más sensible a cualquier cosa que se quiera posar sobre ella.
(Egoísmo puro y duro, sí señor).

Y esta noche, amigos, estoy más brasileña que Sonia Braga y he hablado con Antón.
Él me llamaría y yo haría mis planes. En definitiva, las alternativas se reducían a uno o varios polvos de los buenos con el sujeto-objeto o a mis clásicas tres P: pizza, peli y peta.

(Tocaba ahora la crueldad de la espera).

¡Ay mi vida sin Antón!

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Creo que el chico si que ha sido cruel porque no cuesta nada decir "Sí" o "No", es algo tan sencillo que me parece una crueldad mantener a la otra persona a la espera de acontecimientos como si él fuera el centro del universo. Ya sé que esperar qu un hombre cosnteste un sms es esperar un milagro, pero sigo pensando que no es tan difícil ni siquiera para ellos y menos cuando la pregunata es tan sencilla ¿quieres echar un polvo?.

Anónimo dijo...

Querida Alina. Soy L.J.B. La narrrativa me parece muy linda, o sea: me gusto bastante y fue placentero leerte,(y eso significa mucho...Mucho). Hay detalles tan infimos que yo cambiaria como: "1er parrafo"...no voy a hablar, en lugar de no voy a ponerme a hablar, o en "la ignorancia mata al hombre y a la mujer... señalas a), b) y olvidas c). Detalles que después olvide o abandone por poco significantes, pero te los digo por haberlos señalado.
Bien, sabes que no soy mas que un lector entusiasta y mis opinines bajo esa lente estan. Es eso un analisis profundo de los comportamientos de Los y las reacciones de Las, pero estaria bueno preguntarte a quien te dirigis o por que mentes queres ser leida, digo por que esto tiene muchos retoques para cierto publico intelectual de un tema, y una tematica de generacion cosmopolitan. Entonces tenes una tematica para un publico con rasgos frivolos y un texto con pasajes abstractos y con narrativas de inclinacion "intelectualoide". Es decir, y a mi gusto, el texto asi esta bien, muy bien, pero deberias darle mas pasajes practicos, donde la imagen sea mas facilmente representada. (por ejemplo donde hablas de los celulares, eso es mas facil de leer y mas cercano para un lector medio). Esto que hablamos es bastante "dificil" por que depende de a quien quieras llegar, y a quien pretendas divertir.
Por ultimo una critica al mensaje.
La contradiccion de no molestarlo con un mensaje de texto y dos parrafos abajo decis "volver al punto inicial de comunicarle al mismo sujeto que SOLO QUEREMOS FOLLAR" Creo que cuando uno solo quiere follar y solo eso, tiene un circulo de posibilidades afines, con mayor o menor poder de concrecion. Si un Anton como este puede arrancar tales textos o derivadas obsesiones descriptas, el "solo follar" parece una frase feminista con poco sustento, parace una reivindicacion de algun virtuosismo feminista y (aunque no estoy seguro) y hasta una frase salpicada de machismo (de ese machito colectivo y cagon)... Solo te quiero para cojer. Chau Alina, te quiero.

Bene dijo...

..polvo o no polvo, nada quita el encanto de las esperas y de las desesperaciones relacionadas con las (no)comunicaciones entre sujeto y objeto.
La pregunta es: en los tiempos del colera tenían en cuenta el ciclo de crecimiento del adorable pelo femenino?